Todo se por no perder la dignidad

 

Desde hace ya unos años merodea por las lindes del supermercado un ser humano llegado desde algún eco de la eternidad. En realidad, no sabría decir a ciencia cierta, ni aún a día de hoy, si es hombre o mujer o lo que sea, ni creo que eso importe. A buen seguro que no compartimos idioma, porque hablar sólo hablaba español para decir «veinte céntimos”, «grasias», «hola» y «una ayuda, plis»; ahora parece que se defiende un poco mejor. De altura respetable, piel cobriza sin llegar a ébano, aspecto de fragilidad como una espiga, gastando en torno a la cuarentena, sonrisa hierática y rictus pensativo; con un rostro peculiar que recuerda mucho a Bollywood, y una voz como de muñeco de goma que enturbia todavía más la posibilidad de dilucidar su género.

Llegó un buen día de verano y se plantó en la puerta del supermercado para recaudar. De sol a sol, pedía mantas, ropa u objetos útiles para vivir, y dinero para poder comprar sus viandas y consuelos. Recuerdo la primera vez que lo vi. Vestía atuendos no exentos de excentricidad. Parecía no obstante inconcebible que fuese capaz de cubrir toda piel visible con el mismo escrúpulo con el que abofetea el sol en pleno verano a todo bicho viviente sin distinción. Pero además resultaba pintoresco hasta soñar con el punto más álgido de la hilaridad. Diría que imposible pasar desapercibido con ese modo de vestir bizarro y extravagante; o quizá fuese una estrategia para llamar la atención, quién lo sabe. Con hechuras de mozo de almacén, solía aparecer con una falda de faralaes color blanco sucio y ribetes de color anaranjado de cintura hacia abajo. Cubría el torso con una casaca de tergal crema, de manga larga, y sobre la cabeza un turbante hindú que presumiblemente ocultaba un buen mazo de pelo.

«Hindi», que es como le bauticé con el paso de los días por su reconocible aspecto hindú, comenzó a coger cierta confianza con el lugar y los vecinos. Era un tipo que socializaba poco, a menos que hablaras inglés y pudieras entender el suyo, más bien macarrónico y atropellado. Cada vez que me tocaba hacer la compra y no pagaba con tarjeta, le entregaba las monedas que me daban por cambio en la caja. «Grasias», decía, con un halo de dignidad principesca y sin prestar en exceso atención a la cantidad depositada en la mano, un gesto que me pareció a todas luces digno y respetuoso. Pronto comencé a verle por los pasillos del supermercado: pan de molde integral, alguna que otra cerveza, arroz, verduras, botes de conservas varias… En otra ocasión, lo vi con una botella de Baileys en la mano y me llamó bastante la atención. Imaginé que, puestos a pillar una melopea, pues mejor que deje un sabor dulce en la boca… en vez del acostumbrado brick de tinto.

Levantó su campamento junto a unos eucaliptos, en un camino que da a la playa, en la desembocadura de un riachuelo, muy cerca del supermercado. Allí, junto a su desvencijada tienda de campaña, aprovechaba la vaya metálica que cercaba una depuradora de aguas fecales para usarla de tendedero. Con cierta frecuencia, cada día que pasaba por sus lindes para hacer kilómetros de caminata para mantenerme en forma, aparecía tendida la colada: mantas, sábanas, camisetas y complementos varios, como las chalinas con las que se hacía los turbantes. Su lavadora consistía en unos bidones de plástico a los que le seccionó la parte alta; y ahí, con un palo a una mano para darle vueltas, y con la otra dando pequeños azotes con otro palo, hacía sus ejercicios de aseo para la ropa. Todo un ingenio de la necesidad para suplir las funciones del robot que todos ubicamos en casa sin apenas prestarle atención. Quizá una lección de pulcra dignidad.

Uno de esos días en el que el silencio copaba su cenit más profundo, el cielo resultaba plomizo por la perezosa humedad estancada sobre el mar de un apacible levante, dejando las aguas en calma chicha, y el quiebro de las olas en apenas un susurro ahogado en espumosa eternidad. Encontré a «Hindi» sentado en el suelo cual flor de loto con las manos sobre las rodillas y la cabeza levantada, apuntando con el mentón en dirección hacia el sol, que presumiblemente se situaba a esas horas justo sobre nuestras cabezas. Tenía el torso desnudo y donde podía verse con claridad unos senos incipientes e inflamados, como las pequeñas protuberancias de una núbil rapaza a la que empiezan a revolucionárseles las hormonas. Se sorprendió al verme cruzando frente a donde se había situado y se ocultó los pechos, se avergonzaba como una chiquilla por haber dejado al alcance de mi vista aquel sumarísimo secreto, o al menos eso entendí. Pero lo que en verdad secuestró mi atención fue que, lejos de una maraña de frondoso cabello, «Hindi» lucía una brillante y tostada alopecia que se expandía en todo el cuero cabelludo. Sin atisbo siquiera de incipientes vellos naciendo de sus raíces. Alopecia integral.

Pocas semanas después lo encontré en el pasillo de bebidas con unos yogures naturales en la mano, unos bollos de pan, un paquete de pastelillos o dulces y una botella de buen ron de caña, Legendario. Desde luego, para vivir en la indigencia y necesitar de la caridad de los vecinos, no podría decirse que se alimentara de mala manera. Siempre con un rebufo de dignidad de saber lo que quería y cómo lo quería. Sobre todo porque rompía con el cliché de indigente habitual, con la frondosidad cenital como resguardo universal, abonado al vino de tetrabrick y en compañía fiel e incondicional de un perrito. Ni tenía mascota, ni gastaba tinto de mesa Savin. Vestía amagos de faldas largas o de faralaes y turbante en la cabeza. El dinero lo invertía bien en alimentarse, incluso elegía con certeza todo aquello que necesitaba para abrigarse, aunque no en vestirse; lo que no utilizaba, directamente iba al contenedor de reciclaje para otros que, como él, andaban necesitados de caridad.

Siempre susurrando cancioncillas ininteligibles, acabó por encontrar un entretenimiento mientras su jornada laboral se consumía a la puerta del supermercado. De algún modo se hizo con una flauta dulce y de la noche a la mañana comenzó a tocar melodías al tiempo en que prestaba atención a las partituras acumuladas en un atril portátil, cosas que imaginé habría recabado en alguno de los contenedores que revisaba a diario de camino a casa y procurando que nadie le viera. Toda una muestra de dignidad y orgullo de sí mismo, de querer resarcirse del oprobio al que se veía subyugado. Talento no podría decirse que tuviera, ni siquiera tocaba con sentido ni oído musical melodía alguna. Ni siquiera merece la pena comentar el irrisorio afán de leer partituras, porque mientras tocaba la melodía de la canción de la serie de animación Heidi, o al menos lo intentaba, hacía cumplida lectura de la partitura de la quinta sinfonía de Beethoven. En poco tiempo, su afán de convertirse en competencia para Horacio Franco quedó en el olvido.

Poco tiempo después, apareció con un cachorro mezclero. Un perrito bonito de raza indescriptible y desconocida. Ahora «Hindi» ya debía pensar en dos para comer y para dormir. El verano estaba dispuesto a cruzar las lindes de la primavera y ocupar su lugar. El perrito se mostraba cariñoso y afable con todos los vecinos que se acercaban a entregar dinero en mano y algunas viandas… Pero un detalle me llamó la atención el día de san Juan. A un vecino le devolvió la bolsa que le había entregado con una compra en exclusiva para él. Hurgó en el interior con todo el descaro del mundo y sacó alguna fruta de dentro de una bolsa pequeña y unos bollos de pan. El resto indicó con gestos ostensibles que no lo quería. El vecino montó en cólera, pasó junto a mí masticando las palabras con evidente indignación: «… pues no dice ”eso» que tal y cual cosa no la quiere, que sólo la fruta y el pan…, menudo hijo de la gran puta desagradecido, que me ha despreciado lo que con toda la buena intención del mundo le he comprado… Y ni un maldito gracias», sentenció mientras sacudía la cabeza de lado a lado. «Vamos, le va a llevar comida la proxima vez la madre que lo parió, porque lo que es yo…». Y desapareció al girar la esquina, todavía ofuscado. Aquel día comprobé que su dignidad y sobre todo su forma de alimentarse, estaban por encima del bien y del mal y de cualquier buena intención caritativa.

Unas semanas después desapareció sin dejar rastro. Y apenas llegado el otoño, «Hindi» ocupó un lugar bajo un puente, justo sobre el dique de hormigón que sustentaba un extremo y a su vez hacía de guía para el cauce, de ese modo quedaría a salvo de una posible riada. Un cambio sustancial predominaba en su aspecto. El faralaes fue sustituido por pantalones bombachos y los turbantes por pañuelos piratas. A fuer de ser sincero, a poco que se ciñera sobre las caderas una espada podría pasar por pirata, a falta de cubrirse un ojo con el correspondiente parche. Allí parecía sentirse más cómodo y protegido, dado que también el consistorio decidió continuar con unas obras que dilapidaba la posibilidad de volver a donde fijó su residencia por primera vez. Las cosas volvieron a estar como estaban y el perrito desapareció en ese periplo de meses de ausencia. Aunque la vetusta tiendecita de campaña pasó a ser casi una casa familiar con porche incluido.

El pasado marzo estalló la crisis de la COVID-19. Todos confinados con derecho a acudir al supermercado para poder abastecerse… e «Hindi» impertérrito en la puerta del supermercado, como si con él no fuese la cosa. Al parecer, alguien le comunicó en un inglés macarrónico-axárquico profundo la situación en la que estaba todo el planeta. Ni le iba ni le venía. Ni mascarillas ni falta que hacía. A él le interesaba la pasta y comer todos los días, igual daba morir por coronavirus que morir de hambre… lo que imperaba era mantener su dignidad y cubrir la necesidad más universal del ser humano: comer.

Con toda mi buena fe, acopié fuerzas para acudir al súper a comprar, en especial algunas verduras y viandas para elaborar cocidos con el fin de poder comer durante al menos un mes. Aquello tenía el objetivo se salir lo mínimo posible en una buena temporada. Además, incluí productos lácteos de caducidad lejana y otras necesidades que ya escaseaban como azúcar, infusiones, café, unos bollos de pan, levaduras varias y harinas, fiambre variado y distintos tipos de carne. Fruta se dio la circunstancia de que ya tenía en abundancia en casa. Me acordé de «Hindi» y le procuré una bolsa con una muestra de lo mismo que llevaba yo para mi consumo personal, junto con unas monedas que llevaba sueltas del cambio de la última compra antes del confinamiento. «Esto no, esto no, esto tampoco, ni esto….». Rehusó, para mi sorpresa, todo cuanto había en la bolsa, menos el pan: quería quedarse con el pan. Petrificado, oiga. Se explicó en un indecente castellano, o al menos lo entendí así: «yo no tomo azúcar ni nada de azúcar». Y me miró como a quien se mira después de haber violado su intimidad. Me vino a la memoria todas esas veces que le vi con un pan de molde y conservas varias que incluían azúcar en sus ingredientes, los pastelitos… ¡Ay!, que ricos los dulces pastelitos, y sobre todo la variedad de alcohol, que a la postre viene a transformarse en azúcares de variado formato; en especial aquel día que lo vi con una botella de Baileys en la mano. Poco importaba morir por coronavirus o de hambre, pero jamás perder las costumbres. Yo me fui a casa con sus viandas y las mías, incluido el pan, y él se quedó con las manos vacías, impertérrito, hierático… y desagradecido. Todo sea por no perder la dignidad… él la suya y yo la mía.

Daniel Moscugat

Daniel Moscugat

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