TELEVISORES Y ÁNFORAS
Se quedó viudo con las crisis de los davidianos. Al menos eso me decía secretamente. No quería discutir con esos tarados que se comían la pantalla tanteando altramuces. A ellos les importaba un huevo confundir las explosiones de un negro de oros poligoneros, con aquellos iluminados que se encerraron en un granero para arder el fin del mundo. También él confundía el reflejo del fuego en las Ray-ban de los federales. O si George Peppard ya fumaba puros tras mordisquear aquellos cruasanes restregados en el escaparate de Tiffany’s.
Le gusta pintar. Y no lo hace mal. Con las licencias de los artistas. Me ha hecho algún retrato. Se permite incorporarme esas cofias almidonadas, como aquellas ursulinas que se colocaban tales esquifes en la cabeza para abordar el sueño de los orfelinatos. Una cofia de enfermera a mí, que me rompí la uña apurando el mazo en la batucada.
Hace el funambulista para aprobar mis pigmentaciones. Algún día me enseñará la fotografía de su mujer, aunque remolonea con su promesa. Para solidarizarse con la incongruencia, me dice, se desabotonó el ojal de la manga y me enseñó en su antebrazo un ojo de Anubis. Dice que tiene doscientos años. Y no pude dejar de reír. Se lo comenté a Céspedes, mientras el torno me rotulaba unas runas en la cadera. Los ojos de Anubis apenas se llevan, apuntó. Y su mascarilla se plisaba con la glotonería de los peces lapa en los impenetrables cristales de los acuarios. Él personalmente no los tatúa, casi es un encargo para principiantes. Pero guarda todos los respetos a quienes antaño grabaron su piel para perpetuar la osadía de los bucaneros. Los ojos de Anubis que han soportado las arrugas tienen el valor sentimental de los antiguos Nokia. Eso me dijo Céspedes mientras ensortijaba su meñique con mis tirabuzones. No es malo en la cama.
A veces, cuando madrugo el bonobús y afronto el despliegue de la lejía, me lo encuentro a contraluz sentado en uno de los sillones del salón. Erguido, hierático, con las articulaciones anguladas en los reposabrazos, igual que el selfie de Abraham Lincoln. Diría que ha estado ahí toda la noche, todos los siglos. Luego me guiña un ojo. Y vuelvo a sonreír. ¿Sociable? Es cortés, voluntarioso, y paga gustosamente su cuota de afectividad. Comba las abluciones del pachá Chocolatero. Y muchas internas pretenden enganchar el tren en sus caderas, para memorar sus moceríos en esa hilera. Sin embargo, la soledad es un buen purgante. Tan preciso y abominable como las ataduras de Ulises al timón para no perderse con el canto de las sirenas. ¿Eso te dijo? Eso me dijo. Y Céspedes provocó una caries en el tatuado diente de dragón de un cliente, con lo meticuloso que es para sus cosas. No es por nada, pero le oculté que me soltó esa frase cuando se ofreció para ayudarme a recoger más empapadores del almacén. Agarró la fregona como si fuera un crooner. Y hasta me colocó la cofia cuando me empiné en el estante galvanizado para acopiar más existencias. Volvió a prometerme que me enseñaría pronto la foto de su mujer, y se mostró solícito en explicarme quiénes eran los davidianos.
Cada uno lleva a su manera el hollín de sus meninges. Esa sentencia pertenece al turno de tarde. Estaba dibujando a una residente, la cuchara ensopada en una borrasca de Finisterre. Vi el boceto de refilón, retirando bandejas del comedor antes de que se amotinasen por imponer las manzanas asadas en las últimas voluntades. Una podía haber tenido un lapsus con los davidianos, pero conocía las pinturas negras. Clavada esa ausencia desdentada. Ni se te ocurra enseñárselo a la pobre mujer. Y se vino arriba, diciendo que vio rematar el original en la Quinta del Sordo, la cera candente resbalando por el sombrero de copa del Maestro, tal que los pegosteados guantes de un Miércoles Santo. Por lo demás, bien. Si colocase su pastillero en el cargador, tendría muchas posibilidades de salir incólume en la ruleta rusa. Otros pobrecitos estarían condenados. La tensión algo descompensada, indicio de que toda su vida habría sido un ejercicio de marinería. Y todos los diagnósticos diferenciales apuntaban al deshollinado de sus meninges. Aunque a veces enseñase la lengua al ensartar ese laberinto de abalorios. El guiño es un arcano signo de inteligencia. Eres un fatuo, tuve que decirle antes de acercarme al vestuario para desvestirme del uniforme antiguo.
Pregúntale si es inmortal. Ya nadie pide una Cuatro Estaciones. Confórmate con la Carbonara. A Céspedes se le dan bien las ensaladas. Hace una muy buena con granadas, canónigos, cheddar y trocitos de plátano. ¿Pero estás tonto? Porque Céspedes hablaba como un oráculo que regurgitaba en el trance la mozzarella.
No es para tanto, me dijo tras retirarle el tensiómetro. La inmortalidad es pretenciosa y basta con sisarle unos cuantos años. Y es cierto que Goya tenía un carácter del carajo. Estábamos en tierra de nadie, en la silla de Abraham Lincoln. En una esquina del salón, una antigua cajera de Simago había cantado Bingo. En la otra, los jubilados estaban absortos en una telenovela turca, mostrando que el Pentecostés se había fraguado en forma de culebrón. Pasaron ante nosotros los parsimoniosos chirridos de los andadores, como trolebuses descarriados de la memoria. La supervisora me mandó por una cuña, porque la de la catorce llevaba unos días encamada y sin obrar. Me acordé de la uña rota en la batucada. Seguimos hablando, le dije con señas al alejarme por ese pasillo empitonado por las camillas.
¿Cómo puedes tener celos de un tipo al menos bicentenario? A Céspedes le sentaban bien esas calenturas. No me lo iba a reconocer, pero llevaba unos días poniéndose unos nikis de tonos pasteles. Para mi chico, el mejor pasado era el de las barbacoas en Cabo Cañaveral, con los tomavistas enfocando hacia la Luna. Le dio cierta grima renunciar por unos días al detergente de ropa oscura. Su distinguida clientela solo le había visto con un muestrario de camisetas negras. Muchas calaveras se jibarizaron en el filtro de la lavadora. Esa noche follamos bien. Fue bonito remontarse a los veladores de mis abuelos, escuchando en los preámbulos un vinilo de los Indios Tabajaras.
Ayúdeme con los empapadores. Fui yo quien tomó la iniciativa. La demencia se escabulle en el pasado y, al parecer, el suyo hacía los meritorios de un pozo asturiano. ¿La fecha de mi nacimiento? Eso no se dice, niña. Me lo dijo de una forma zalamera, casi pellizcándome el culo con la mirada. Se disculpó a su manera, racionando otra miaja de sus secretos. Me habló de Abukir y una repentina querencia por los televisores antiguos. ¿Abukir se escribe como Guadalquivir? Me había dejado el móvil en casa y le tenía dicho a Céspedes que se olvidase de Google mientras empujaba el carrito de la compra. Una vez se llevó por delante a un crío en el pasillo de la semidesnatada. Al llegar a casa, hicimos la taracea de la compra. Yo me quedé rendida en un narcótico sopor por doblar el turno, parpadeando el leopardo que paseaba Katherine Hepburn.
Céspedes se fue a un simposio de tatuadores, a perfeccionar los escorzos de las canillas. Me guardé, por tanto, Abukir para el siguiente encuentro. El viudo de los davidianos se hallaba en el jardín, en una de las últimas sillas de los polos quinquenales, olfateando las celindas con el éxtasis de quien conduce una filarmónica. ¿Abukir? Se hacía el interesante. Fue el episodio más bizarro de las tropas napoleónicas en Egipto. Su épica sucia me atrae más que la cacareada batalla de las Pirámides.
Alguien dobló con inusitado brío la ficha de su compañero. Napoleón ganó en las Pirámides porque recurrió a la formación en tortuga. El engolado alzó la voz desde el porche, mientras que otro de los jugadores de la mesa meneó las piezas del dominó como quien purga las lentejas. Tenía celos de mi acompañante, seguro. Al menos desde que no lo elegí para que me bajase los empapadores.
Pues ahí donde lo ves tiene mil años en cada pierna. El viudo lo miró con malos ojos. Porfirio pareció darse por aludido. Saludó, enseñando la blanca doble. En el siguiente cuadrante me acerqué a la supervisora. Creo que no me había perfumado tanto de ingenuidad desde la última vez que le gané el pulso a los Reyes Magos. Una resonancia magnética. Acaso dos, porque Porfirio se había sumado a la fiesta. Desde la distancia, con esa sonrisa de quien tiene que amortizar un implante dentario pagado a cómodos plazos. Ya sabe que ellos no se llevan muy bien.
Según me dices, el dibujante se manchó la yema de los dedos con las primeras ediciones de la Enciclopedia. Y ese Porfirio podía llevarse de calle a las beatonas. ¿Quién puede presumir de haber estado en el Sermón de la Montaña? La supervisora se había comido un limón. Le miré las uñas para no recordar que se había bautizado en una fuente agria. Paladeaba el regusto de la superioridad. Empalagaba un afecto maternal, aunque, en el fondo, su desdén quería loncharme con ultrasonidos. Un gasto inútil poner a prueba la claustrofobia de esos internos. Y alégrate, llena de gracia, porque chochear con una vida eterna es una buena manera de apagarse.
¿No la mandaste a tomar por culo? Es mi jefa, te recuerdo. Céspedes me trajo una camiseta de ese perro de flores que habían instalado en la ría. ¿Y los crees? La incredulidad era uno de los tropezones que yo apuraba en la última cucharada del yogur de piña. La chochez es muy sabia, sentenció mi tatuador favorito. Para su gremio, era un halago herrar en su mejilla unos labios de crema efímeros.
Mi viudo, el de los tiempos de Floridablanca, volvió a preguntarme por los televisores antiguos. Huroneaba aquellas cajoneras que congregaban los viernes noche a la familia cuando yo era una cría. No queda ninguno en la Residencia, pero tú mismo. La supervisora pronto me charcutearía si no atajaba esas prebendas. Inútil intento. Tras salir del trastero con escamas de hojalata, se trastabillaron artrosis y andadores por un cambio de magnetismo polar. Porfirio quería reclamar su parte. Total, ya le había adjudicado el papel de felón. ¿Televisores también? No, lo mío son las cántaras de aceite.
Céspedes me dio un buen achuchón, apaisando mis churretes con su índice parabrisas. Tenía barro hasta en las pestañas, y una llantina tonta. Fui un revulsivo para la supervisora, el gustazo de comprobar que, por encima de sutilezas y admoniciones, te quedas más a gusto diciendo “a la próxima, a la puta calle”. Mi viudo había tenido un pálpito con la lavandería, porque las asistentas planchaban las bajeras fumándose un pitillo y amaestrando las bandas oblicuas del teniente Colombo. Porfirio buscó las cántaras en el jardín. Los residentes rodearon los agujeros del desenterrador. Los agujeros redondos les resultaban placenteros. Veían en ellos el mediodía de los suricatos; las canicas con las que, desde niños, habrían invitado a jugar a los gigantes. A ellos solo les molestaban los agujeros rectangulares. A la supervisora, todos. Aquella topería me señaló con el dedo. Obviamente, nada de aceites.
¿Y por qué no intentas un careo? Céspedes, tan amable. Estaba más tranquila. Ya he dicho que no se llevaban bien. Y no solo por la diferencia de edad. Porfirio coincidió con los Emperadores Antoninos. Y mi viudo, un romántico sin tuberculosis. Céspedes se comía el pollo al teriyaki con el compás de la Secundaria. Tenía miedo de que se ensartara la aguja en el paladar.
Los junté a ambos en el jardín, al lado de las celindas. Coloqué en medio una mesa plegable, el orín que había vencido a las manos de pintura. Una jarrita de limonada apoyada sobre esa raspadura de desgana. No encontré una Biblia de mormones, que en aquella Residencia no tenía valor de curso legal. A mí me habría servido para que levitasen sus manos sobre esa tapa de anticuario y no me mintieran. Me tuve que conformar con sostener la mirada.
¿Estuviste en la batalla de las Pirámides? Sí y no. Mal empezamos. Sorbió un buen trago de limonada. Los mamelucos cargaron con alfanjes y espingardas. Nos triplicaban en número, así que Napoleón ordenó formar en cuadros. Teníamos de nuestro lado la estela revolucionaria y, sobre todo, el poder de la pólvora. Hicimos una escabechina en las tropas de Murad Bey. El general Desaix cargó contra el diezmado enemigo. Pasase lo que pasase, la gloria estaba sellada en la tierra de los faraones. Bonaparte se descubrió el bicornio para presentarle a la esfinge sus respetos.
Pero tú no estabas ahí. Porfirio resopló sobre las uñas para presumir de manicura. Los siglos te dan más suficiencia, supongo. Tuve que levantarme para ayudar al repartidor a colocar en el entresuelo varias botellas de oxígeno medicinal. El romano se jactó de haber llevado colgados sus lares de bronce, igual que a los niños tísicos le colocaban como relicario una bolsa de alcanfor. El viudo le exigió esa prueba de vida. Se fundieron, me dice, para calmar una de tantas hambrunas.
¿Pero estuvo o no estuvo en la batalla de las Pirámides? Céspedes estiró el brazo. Le fallaban las pilas al mando a distancia. Observé el ribete pespunteado del polo naranja. Las camisetas negras habían desaparecido de casa. Tenía el pálpito de que me la pegaba con otra. Pero el tatuador sabía escucharme. Y ganarme con los estúpidos mimos de un niño grande. ¿Vivant Denon? ¿Ese no fue un egiptólogo? Mofleteé como una ardilla aquel golpe de erudición. Mi barbilampiño le quitó importancia, pues los tatuadores estudian los jeroglíficos en primero de básica.
Porque el viudo reconoció que mientras Napoleón alentaba en las pirámides su sueño de arrebatarle la India a los ingleses, él acompañó a Vivant Denon y a otros científicos en la expedición que remontaba el Nilo para levantarle sus misterios. Hubo más dibujos antes que el carboncillo ungiese a las viejitas con otro sueño eterno. Se levantó bruscamente y la silla posó en el suelo, en la posición fetal de un astronauta. Se había chutado ilusión en el regreso. Y rechuleaba al quitarle arena al cuadernillo, el retorno melancólico con mis padres un domingo de playa. El papel lo aguanta todo. Y más si cabe un pergamino.
Este ibis lo dibujé en la Isla Elefantina. Aquí, el aguador de un bey ofreciéndole el odre cerca de una mastaba. Las acuarelas asumen la palidez de los vidrios antiguos, vasijas y canopes con rijas como las cataratas de los perros añosos. Pasaba esas láminas de junco con la parsimonia de las fotos antiguas, planos usurpadores de una vivencia convencional. Mi abuela me decía que los álbumes tienen papel cebolla para que, al pasar cada hoja, la novia se acuerde de su velo de boda. Allí estaba la avenida derrumbada de Karnak, y la oblicua vigía de los dioses halcones. Pero ni rastro de ese sable de merengue en esos banquetes que retrataban diademas y cardados. Fue inútil la corazonada de encontrar en la penúltima lámina el rostro de su mujer.
Porfirio estaba liando un pitillo de desdén. Ni se te ocurra. Y el palmetazo casi se lleva por delante medio papel cebolla. Porfirio mostraba la suficiencia del aburrimiento, la cansina intransigencia de vivir dos mil años. Le importaba un cojón de pato que le endosasen la carga de la prueba. Desdeñaba nuestra predilección por las ruinas, cuando él vio a nubios, aurigas y leones atravesar un Arco de Triunfo.
Pero hasta aquí hemos llegado. Coooño, ¿y eso pasó? Céspedes se giró. Estaba sentado en la mesa del comedor, perfilando un motivo que quedaría estupendo en el esternón, inspirado en la sala hipóstila. Tendría que buscarle otro hueco a la elástica. Un día vamos a salir por la ventana. El viudo le arroja la limonada a Porfirio. El romano cuenta hasta tres, pero cuando parecía que nada iba a ocurrir, se lanza como un tigre contra el dibujante. No seas cabrón. A los dibujos no les ocurrió nada. Milagrosamente a ellos tampoco. Y eso que rodaron por el porche, rodeados por mis viejitos, que parecían apostantes de un gallero filipino. Mi suerte fue que la supervisora fue a visitar a una tía enferma, a merendar un café con leche, con pastas y mala follá. Los residentes hicieron un pacto de silencio. Una pelea como la que algunos presenciaron en el añorado Campo del Gas bien merecía una omertá.
Todo es cuestión de celos. La condición humana. ¿Tú me quieres? ¿A qué viene eso? Había olvidado el abrillantador, y eran mis lágrimas las que caían sobre el tenedor recién secado. El barbilampiño apoyó su mentón sobre mi hombro, recuperando sus abrazos de niño grande. Las camisetas negras habían vuelto a casa.
Celos medioambientales, mira tú por dónde. La Historia es un gran vertedero. Amén, asentimos los tres con la cabeza en ese intento de reconciliación, yo con otro lamparón de lejía en el pijama de las guardias. Pero no imaginas hasta qué punto. Confiesa que lo vuestro fue una mierda comparado con el reciclado de los egipcios. Bufó el viudo y Porfirio le despreció resoplando la manicura de sus uñas. Nos sobraba la gloria y el aceite se lo untaban los luchadores en la palestra.
Pura envidia. Os inventasteis la milonga de Antonio y Cleopatra para hundir Egipto. Erigisteis el monte Testaccio con todas las ánforas quebradas que los quinquerremes traían desde Hispania. ¡Ah! Pero se os quedó esa cara de besugo cuando visteis cómo los egipcios apilaban sus viejos televisores. Embadurnados en adobe, para despistar a los saqueadores.
¿Sabes que esa vez me habló de su mujer? ¡Cuidado con ese pinchazo! Céspedes es bastante delicado. Ningún cliente muestra queja. Confieso que no es fácil dibujar en el cuello la perilla de Osiris. Adivina dónde celebraron su luna de miel. Pues para esa época había que tener posibles. No es mal plan tomarse un café muy negro en El Cairo, sofocarse en los mil olores del cuero y del sándalo, destrozarse los pies con esos tacones medianos, y discurrir entre el abocinado llamamiento del almuédano y el Love me do que te servían con el martini y una aceituna en el ambigú del hotel. Subieron, subió más bien él, al vértice de la pirámide de Kefrén. Sin que nadie lo viera, raspó la última piedra. Era una Telefunken portátil, igualita que la que mis padres se llevaban al campo para ver el partido de los domingos.
Fue una breve tregua. Porfirio admitió que Roma se hizo grande empapándose de otras culturas, llenando sus plazas de obeliscos y elefantes. El viudo reconoció que en las eternas sobremesas del estío le gustaba escuchar a Celentano. Hace unos días se llevaron a ambos, casi seguiditos, en una unidad medicalizada, continuando en otra parte esa burla con el tiempo.
Ha dejado un sobre pegado a mi taquilla. Eran él y su mujer, posando delante de la esfinge. Céspedes dice que es mi vivo retrato.
Miguel Ranchal Sánchez
