San Valentín.
El inspector Madrigal no pudo reprimir un escalofrío, que le recorrió toda la columna vertebral, cuando penetró en aquella habitación en penumbra del Hostal Mugre y sus ojos, habituados a la degradación humana, contemplaron el “Maupassantico” escenario que alguien, con un retorcido sentido de lo escabroso, había preparado con algún propósito.
Sobre la cama, desnuda de cintura para abajo, estaba ella, su boca y los ojos muy abiertos, como en un gesto de sorpresa, la melena rubia revuelta y los cabellos manchados de alguna sustancia blanquecina y espesa, su cuerpo completamente arrugado, tanto que daba algo de grima al verlo, sobre todo ese sexo sin atisbo de vello y abierto que se asemejaba a una uva pasa. Del pecho, cubierto con una camisa blanca de lino, sobresalía un enorme espadón que había sido clavado con tanta brutalidad, que incluso había atravesado el colchón.
El tipo, ¿víctima o verdugo?, estaba en el cuarto de aseo, sentado en seco dentro de la bañera, con las piernas cruzadas sobre los tobillos y en su mirada se podía leer el postrer pensamiento que pasó por su mente: “igual y esto no tiene remedio”, antes de que sus sesos se mudasen de la cabeza a la pared de azulejos, redecorando en picassiano de rojo y gris una cerámica que se coció en blanco, en una forma un tanto extrema de mostrar un desacuerdo con el decorador.
El brazo derecho del muerto colgaba por el lateral de la bañera y la mano se encontraba doblada por la muñeca tras topar, ya sin vida, con el suelo dejando el revólver, un R-77 nuevecito, con el cañón apuntando directamente a los huevos del espectador de la escena.
Quizá fuese aprensión o simplemente que quería estudiar al fiambre con más atención, pero Madrigal salió de la línea de fuego, acercándose al muerto y examinándolo más de cerca, sin tocar nada, para que las estrellas de científica no le dieran después la brasa por contaminar la escena de un crimen, ni el juez, tras el chivatazo de los de la bata, procediera a cagarse en sus muertos, antes de indicar el levantamiento del cadáver. Todo muy pulcro y profesional, aplicando al dedillo el manual del buen policía.
A simple vista el caso estaba claro; se trataba de un suicidio. Pero no era la primera vez que en sus más de veinte años en la brigada de homicidios, Madrigal, se topaba con un suicida al que alguien había suicidado; de modo que decidió esperar al informe de los niños bonitos del delantal, para iniciar las indagaciones de un óbito que, daba igual crimen o suicidio, se le presentaba raro de cojones.
Mientras le llegaba el informe de los forenses con el dictamen de las razones de la muerte del muerto, lo único que el inspector tenía para entretenerse era la escena del suceso.
La cama estaba en orden y limpia, según reveló el haz luminiscente, lo que indicaba que, al menos sobre ella, no se desarrolló ninguna tórrida escena de sexo. El resto de la habitación estaba preparada como si en el lugar se fuese a rodar una de esas películas de terror cutre y escaso presupuesto.
Las cortinas estaban corridas y las lámparas cubiertas con telas de distintos colores, pero todas en tonos oscuros y en las paredes, clavados asimétricamente con chinchetas, existían varios posters con imágenes de cementerios y míticos avernos. Sobre la mesita de noche los retos de una varilla de incienso barata, esperaban la llegada del star system de científica, que procedería a su riguroso análisis, para determinar sin el más mínimo resquicio a la duda que era incienso vulgar y que nada tenía que ver con los sucesos acaecidos en el lugar.
Madrigal sacó del bolsillo izquierdo de su pantalón un pañuelo limpio y perfectamente planchado – lo de los guantes de látex le parecía una mariconada- y utilizándolo de un modo experto, presionando lo suficiente como para poder asir el tirador del cajón de la mesita y abrir este, sin dejar sus huellas, pero con el cuidado y la sutileza requerido para no borrar las huellas que pudieran estar impresas tras la inimaginable cantidad de huéspedes que pasaron por aquella habitación antes que el tieso de la bañera; lo que era una manera, como otra cualquiera, de tocarle los cojones a los pijos de científica.
En el cajón encontró un sobre de color marrón y estrecho en cuyo frontal podo leer, escrito con pésima caligrafía y faltas de ortografía, “a la atensión de la señora pulisia”. Madrigal, desconocía quién podía ser la tal “Pulisia”, pero pensó que aunque él de señora tenía poco, bien que podría ser él la señora a la que iba destinada la misiva, de modo que abrió el sobre y del mismo extrajo una cuartilla de papel doblado, que contenía escrito con la mismo pésimo estilo un escueto y único mensaje; “yo la quería más que a mi mesma vida, pero ella nunca me desia si ella me quería”.
Tras leer el mensaje, Madrigal, suspiró aliviado. Ya no necesitaría esperar días o incluso semanas que le llegara el informe de los niños bonitos de científica, ni que le dijesen los forenses las causas del óbito del obituado, para obtener algún cabo desde el que comenzar a tirar. Para él el enigma estaba resuelto, era un claro caso de manual.
Comprendió perfectamente porqué aquél loco se había volado los sesos y sintió pena por el muerto, porque comprendía perfectamente el infierno interior que habría tenido que soportar hasta que, perdida definitivamente la razón en aquel amanecer y dejándose llevar por toda la presión mediática y comercial del maldito día de San Valentín, en un acto desesperado de amor no correspondido, decidió atravesar con un espadón descomunal el frágil corazón, huérfano de sentimientos, de su muñeca hinchable.

En las dos últimas palabras se ha girado el relato de manera asombrosa y magistral.
Me encantan las historias que dan esos giros al final que no te esperas y que hace que todo cuadre.