Mi amigo Leonardo

 

– No hay cosa más terrible que unas gafas perdidas. No las de sol. Perder las gafas de sol es sólo incomodidad. La tragedia de las gafas perdidas es que no puedes ver bien para encontrarlas. Aunque las tengas delante de las narices. No las ves, sencillamente no las ves, precisamente porque necesitarías las gafas para verlas.

Así se solía expresar mi amigo Leonardo. No sé qué opinión tendría de los que tenemos gafas, pero parecía que pensara que nos otorgan una visión que desaparece cuando nos las quitamos. No era la única rareza de mi amigo, a veces solía hablar solo por la calle. De una manera discreta, había que fijarse mucho para darse cuenta. No llamaba la atención, pasaba desapercibido, pero sus labios se movían casi imperceptiblemente en una letanía que abarcaba los temas más profundos y las cuestiones más pueriles.

Le preocupaba la decoración. Leonardo estaba espantado con la moda del feng shui. Creía firmemente en la transubstanciación del espíritu de un pueblo a través de los muros de sus casas.

– Las paredes del útero conforman nuestra personalidad más profunda. Las paredes de una casa tienen que seguir esa función y transmitir los valores propios de tu patria. Lo que estamos haciendo con estas modas extranjeras es perder nuestra identidad. Estamos diluyendo nuestra esencia. Nuestra esencia, ¿entiendes? ¿Cómo vamos a perdurar como nación si no tenemos diferencia con los modernos esos de Ikea y del sushi?

A primera vista, Leonardo daba la impresión de ser alguien tranquilo, un poco dandy y un poco despreocupado, casi sin criterio. Y es verdad que imponía muy pocas reglas que, sin embargo, eran algo estrafalarias y era muy quisquilloso con su cumplimiento. Las cortinas nunca podían estar lazadas.

– Es como amarrarlas y sólo se amarra una tela cuando se encomienda a San Cucufato. Y eso porque urge encontrar el objeto perdido. Es el mismo razonamiento para evitar corbatas, pajaritas y fulares. Las bufandas caídas a ambos lados de la cabeza. Trae mala suerte, evocan a un ahorcado.

Yo no diría que fuese un excéntrico, un supersticioso o un simbolista. Simplemente es que hacía algunas asociaciones de ideas que se instauraban en su disco duro, digámoslo así, y no hay manera de removerlas. Diría más bien que entraba dentro de un panteísmo que cuidaba las relaciones entre los elementos de la decoración y evitaba las rivalidades y los celos entre los marcos de fotos y los marcos de cuadros. También procuraba solventar las diferencias sociales entre las cortinas y las persianas. Era un romántico algo conservador, no aceptaba bien las revoluciones y por encima de todo detestaba las tragedias cotidianas. Cuidaba con mimo sus macetas de interior porque tenían alma.

– Esto no me lo puedes negar, Aristóteles les otorgaba un alma sensitiva, pero alma, al fin y al cabo.

No sólo los seres vivos, también los objetos sufren y hacen sufrir, decía a menudo. Y él tomaba partido, con tranquilidad y sosiego, aunque con la perseverancia de un hincha de fútbol.

– El objeto más envidiado, amigo mío, es el lápiz de labios.

Hacía una pausa para darle intensidad y sentenciaba:

– Porque está en boca de todos, porque está en boca de todos.

Así es mi amigo Leonardo. A veces siento tristeza por él. Lo veo algo preocupado y muy solo. Por eso me alegré que el jueves pasado tuviera una especie de cita. El no quiso llamarla así.

– Es sólo tomar café con una chica que conozco desde hace algún tiempo. Nada comprometido.

Leonardo me dijo que pasaría a recogerla con el coche y luego irían a tomar un dulce o algo. Salió de casa un poco antes que de costumbre para tener tiempo de aparcar y echar un vistazo a la zona. No me lo dijo, pero sé que había buscado en internet alguna pastelería que quedara a una distancia razonable. Ni muy cerca ni muy lejos. Se sentía inseguro y no quería jugar en campo contrario, pero tampoco que perdiera más tiempo llegando al local que tomando el café.

– La chica es guapa –me confesó–, y se ha teñido el pelo de negro ala de cuervo. Me gustaba mucho con el flequillo, pero no está mal ahora.

No pude evitar sentirme intrigado, así que salí tras él. Le dejé un poco de margen y me pasé por la cafetería para espiarlos. Se veía a leguas que estaba un poco nervioso. Luego me contó la cita.

– La recogí, llegué justo a tiempo. Me dio dos besos y tomamos el camino de la pastelería. Me hice un poco de lío y la primera estaba cerrada. Menos mal, porque la que había planeado estaba un poco más lejos. Una coqueta cafetería cerca de un parque. Hacía un día precioso y hasta los pasos de cebra parecían recién pintados. No había mucha gente y nos sentamos dentro. El mostrador parecía a medio montar. No quise tomarlo como mal presagio por eso decidí fijarme en la buena pinta que tenían los pasteles. Yo me pedí una tartaleta de naranja y ella estuvo dudando un momento. Señaló un dulce. Lengua de gato con una capa de merengue. Ahí la tenía ganada. Ella adora los gatos. Entró en los servicios mientras yo elegía una mesa cerca de la ventana. El cappuccino estaba razonablemente bueno, ya sabes que soy un poco quisquilloso para el café.

Para el café, me dice. ¡Si fuera solo para el café! Yo estaba cómodamente sentado en el parque de enfrente, entre algunas madres que apuraban las horas de la tarde combinando la merienda de los pequeños con su distracción.

– Estuvimos charlando cerca de una hora. Me tenía completamente absorto. Tiene uno de los ojos más bonitos que he visto. De un blanco muy intenso, casi hipnótico. Me quedaba mirándola fijamente de una manera tan descarada que se quedó intimidada un par de veces. Cuéntame algo, decía, que no paro de hablar. Y yo no sabía qué decirte. De los ojos pasaba a los labios, que dios me perdone, pero tenía unas ganas terribles de besarla. Menos mal que no se quitó la chaqueta, no fuera a tener escote y entonces sí que hubiera quedado en entredicho.

No salgo de mi asombro. Nunca jamás Leonardo me había contado algo así. Tan modosito, tan controlador, tan poca cosa con otros seres humanos. Muy pendiente de los detalles, eso sí. No me extrañó que recogiera los platillos y los cubiertos para llevarlos con una sola mano al mostrador. Pero que escondiera tanto apasionamiento se me escapa, sinceramente, se me escapa.

– Bueno, estuvimos charlando de todo un poco, de antiguos profesores, de libros que nos quedan por leer, un poco de política y un poco criticando amigos comunes. Es algo más joven, pero nos llevamos razonablemente bien. Quizás porque solo nos vemos cada seis meses o más. Ella me habla de sus gatos, de sus problemas con la familia, de lo difícil que es mantener ahora un trabajo, de que está pensando probar suerte en el negocio de una prima suya. Yo desconectaba a veces, mirando la estantería algo desangelada donde suelen estar los bombones. Le había hecho tanta fiesta a la lengua de gato que hubiera sido una buena idea regalársela, pero sé que a ella no le sientan bien los regalos.

Yo veía a Leonardo con los brazos cruzados, con una inequívoca muestra de timidez mientras que su posición corporal estaba adelantada. Por un momento creí ver que ella explicaba algo con las manos sobre la mesa y que estuvieron a punto de rozarse. No pude evitar sentir cierta ternura por esta parejita tan singular. Leonardo se levantó a pagar, salieron muy despacio y se dieron dos besos. Ella tiró camino del quiosco y mi amigo hacia su coche.

– Eso fue todo. Una tarde muy agradable.

Francisco Javier Gallego Dueñas

 

 

Francisco Javier Gallego Dueñas

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