La Hominalfaida

Por Francisco Fortuny (De Crónicas de Pandemonia)

 

Prueba nº IX: Texto requisado al paciente Íñigo Xavier de Hominalfa por el celador X. I. y entregado al psiquiatra de guardia, dr. d. Ximén Ynútrof, remitido a su vez al director del Centro de Salud Mental Santa Lucía, en Villarreina, Pandemonia, dr. d. Gil Gámez Vicente, perteneciente a la cadena sanitaria Shugahar, antes Gámez, Hartrott & Schultze S.A.

Queridísima Beth: ruego me toleres el desahogo de esta angustiosa confesión contrita en torno a un permanente y sufrido y vívido recuerdo que padezco como si fuera un sueño lúcido casi de médium o vidente y me tiene sometido y condenado a un perpetuo insomnio migrañoso que me hace sentir algo así como una zarpa fantasma que me aprieta el cerebro .

Porque estoy seguro de que lo que sigue constituye un verdadero estudio analítico y etiológico de las irracionales motivaciones últimas que originaron nuestra desdicha y tu pírrico triunfo, del cual no dudo de que acabarás arrepintiéndote, dado que es logro tuya conseguido con tesón a base, por tu parte, de miope y narcisa tozudez cimentada en un profundo e hiriente complejo de inferioridad que elimina o neutraliza en tu conciencia a todas luces tu facultad autocrítica, impidiéndote reconocer errores, defectos y carencias en tu ego, cosa que te impele desde dentro a aceptar con empatía las razones de todo contertulio, cuando, como en mi caso, trata de defenderse de las acusaciones de tu mental sistema de prejuicios.

No querías, mi amor, sentirte mantenida por un  hombre, o que pensara el vulgo que te que te habías casado conmigo por mi sueldo.

Quien tal cosa pensara, desde luego, nunca merecería que nadie le prestara la menor atención.

Pero la mera posibilidad te atormentaba tanto que tuviste que buscar en mí un defecto.

Y como era evidente que yo entonces, cariño mío, estaba poseído por el diablo de Baco, por defenderme de la melancolía de tantísimo fracaso y decepción humana y con el mundo, la cosa estaba fácil

Mi drogodependencia fue la excusa para mostrar tu buena voluntad para conmigo, admitiéndome en tu hogar solitario y tu refugio, a cambio de que yo aceptara tu cura y tus consejos.

Y tus órdenes.

Y lo intentaste todo.

Me llevaste a médicos especialistas, a terapias de grupo en donde yo escuchaba  la confidencial y pública experiencia de míseros y desgraciados personajes a los que el zumo fermentado de la fruta dionisíaca -y otras cosas peores- los había llevado al delta y a la desembocadura en la ruina económica y humana, cosa que no era mi caso.

Y, por fin a un centro de desintoxicación, por eufemismo centro de salud mental, que es lo que antes llamamos:

Manicomio.

Y pude comprobar hasta qué grado la miseria y la desgracia humanas pueden llegar en sus caídas en picado lentas como stukas relentizados o suicidas kamizazes atraídos por las sirenas de las ambulancias con vocación de coches fúnebres, mas no al servicio de sus emperadores, sino al Reyezuelo Quedirán, ese tirano que nos obliga a ser normales y comportarnos según manda el patrón del inconsciente Superego y el Otro, ese gran Otro de sustancia simbólica por el que nos regimos y jamás nos deja salirnos del redil o de la norma, sopena de sufrir la acrofobia o el vértigo de averiguar qué somos en verdad y cómo, en qué consiste la verdadera identidad de nuestra individual persona -que es voz latina que significa máscara teatral, como en griego carácter, sí: esa careta que tapaba la auténtica cara de los actores (hipocrités)-, de cada cual, de todos: el inaguantable conocimiento de cuál es el cimiento oscuro de nuestra propia y personal naturaleza individual. Porque somos individuos sociales, y hete aquí la aparente paradoja. Aunque no soportemos al prójimo, no sabemos vivir sin él. No se puede sobrevivir si eres un inadaptado. Y no sólo hablo de Darwin.

Y pude constatar por experiencia que aquel no era mi mundo ni la gran panacea universal, la piedra filosofal que yo necesitaba y, además, estaba mi fino volumen ocupando un lugar que era necesario y urgente para otros todavía más desgraciados y míseros que yo.

No digo ni jamás he dicho que yo no esté neurótico perdido, ni he negado que sufra de una particular psicopatía, porque llevaba sufriendo depresiones desde hacía entonces veinte años.

Pero en aquel negro boquete cuartelario comprendí que a mí lo que me hacía falta era una cura de amor y de cariño que aliviara mi espesa soledad y mi desesperanza.        Después de haber perdido a mi familia por muerte de mis padres o indiferencia fraternal e incluso inquina, y ausencia permanente de mis amantes, que decían serlo, pero que preferían dedicarse a cosas más prioritarias para sus intereses o los de sus familias, me dio, en efecto, por sufrir una ristra seriada de depresiones y saturninas melancolías morbosas que me invitaban al suicidio y la autolisis: después de una ruptura matrimonial con la madre de mi hija, que supuso para mí el relax de una liberación, tras pasar una subsiguiente época de saludable luto y abstinencia erótica, y dedicarme al saludable deporte de ligoteo trivial y tenorio, caí en un inopinado enamoramiento de los más humillantes. Nanda era -no diré feminazi, como es uso de la la hipócrita ultraderecha neonazi- una feminista patológica, de esas que entendía, casi como la famosa Valerie Solanas, que abogaba por la solución final del exterminio del varón, que los varones, que Nanda llamaba machos, éramos un mero defecto de la naturaleza, a los que tenía el deber moral de buscarnos lacras típicas que justificaran su derecho a la dominación opresiva; y como la experiencia y la conversación le demostraba de continuo que mis viriles carencias objeto de sus críticas eran nítido reflejo de las suyas en mi proyectadas, acabó por terminantemente concluir que la problemática se reducía a un meridiano hecho sumariable en esta especie de adagio: “las mujeres somos mejores que los hombres”. Pero no por alguna específica razón particular manifiesta en algún rasgo característico, sino, podríamos decir, como consecuencia de un hecho ontológico: ser mujer tiene más entidad que ser hombre y, por ende, más calidad humana.

Por qué.

Pues porque sí,

Y como lo digo yo, que soy mujer, lo que digas tú, que eres macho, no tiene valor en contraste con lo que diga mi femenina oralidad.

Y como yo le respondiera aduciendo que tal afirmación no era sino puro sexismo, ella me contestó con otro de sus apotegmas o aforismos lapidarios: Pues, entonces, la realidad es sexista.

−Nanda, bonita -insistí-: la realidad no sólo no es sexista, sino, que además, para más inri, no puede serlo; como tampoco puede ser racista: ese tipo de cualidades ideológicas sólo podemos tenerlas los seres humanos. Y además: dime algo concreto respecto de lo cuál puedas afirmar que tú eres mejor que yo: ¿eres más inteligente? ¿Mas culta, más sabia, más simpática, más educada, más encantadora, más guapa?

−Reconozco que no -me dijo-, en todo caso más o menos igual.

−¿Entonces?

−Yo soy mujer, y tú, no.

Y, claro, caí en una crisis ética: ¿cómo podía estar enamorado como un idiota, de es monstruo discriminador.

Rompimos.

Y sufrí una de esas caídas que se conocen como Mal de Amores.

Y, al sentirme la última cagarruta del universo, el ser más digno de desprecio, un payaso de ridícula irrisión tan merecida por sufrir la ausencia de una fascista de género, un ser odioso a la que amaba con desesperación, me hundí en el fango de los despeñaderos y la basura de los desechables y el Usaytira, y no encontraba aire ni espíritu que me librara del ahogo ansioso o de la angustia.

Y apareciste tú, como ángel mensajero de las diosas benévolos, o Euménides, y en todo quise hacerte caso, como si fueras encarnación del mismísimo Esculapio.

Y lo sufrí.

Pensaste que yo tenía más necesidad de ti que tú de mí, que ya no podría encontrar servidor manera alguna de continuar con mi vida sin las comodidades principescas a que me habías habituado para acrecentamiento de mi inutilidad de señorito mal criado y en exceso consentido y mimado por una madre, que RIP, que me consideraba como el más tonto, torpe o indefenso de la familia.

Y entonces cambiaste de estrategia y empezaste a exigirme obediencia por mi bien y salud, bajo amenaza de expulsión de tu reino y de mi edén si no me tomaba las cosas más en serio y dejaba mi adicción, a la que me había llevado el rasgo insoportable de mi conflicto interno, que en teoría clasificabas como enfermedad, pero en la práctica tratabas como vicio inmoral causado por mi floja voluntad y falta de deseo de cura sanación, porque, en fin, me gustaba emborracharme, lo cual es totalmente cierto.

Y bajo el peso rutinario de la amenaza de exilio y expulsión vivía sufriendo la presión del miedo pánico a perderte.

Pero yo tampoco estaba dispuesto a aceptar el reconocimiento de mi necesidad de tu refugio y tus cuidados.

Y, como no podía soportar las órdenes continuas, ni  la broncas por no cumplir mi parte del impuesto compromiso que tu habías diseñado y consistía en que yo solo con mi fuerza voluntad, ya que no deseaba más ayudas contraproducentes, me obligara a mí mismo a hacer lo que no habían conseguido médicos especialistas ni psiquiatras ni la estancia en el desintoxicatorio manicomio, un buen mal día, cuando me intentaste coartar mi libertad diciéndome que yo era libre de hacer lo que quisiera pero que si no cuadraba con tu determinación tendría que hacerlo sin ti, me dije: vale, tiene razón: aquí, en mi casa, se vive en hipotética libertad bajo su autoritarismo autócrata, pero si quiero ser libre tiene que ser fuera de su dominio; y sentí que no tenía otra opción que elegir entre ser libre y dominado bajo tu dominio o ser libre y dominado bajo mi dominio propio y exclusivo.

Y viendo la ventaja en el hecho potencial de que soy yo mi señor de mí mismo y que podría ser yo quien decidiera libremente en qué debería consistir mi yo, me decidí a ser yo quien desde entonces decidiera quién iba a dominarme.

Y preferí mi domino sobre mí mismo al tuyo.

Y me fui.

Entonces caíste en psicocrisis, porque no te esperabas que yo fuera capaz de hacer lo que hice, o sea salir pitando adonde me llamara la Fortuna, y sobre todo porque, dada mi edad, no te esperabas que una muchacha treintañera que vivía al otro extremo del Mediterráneo me acogiera en su hogar.

Pero ese era el hecho; al otro lado del Mediterráneo una muchacha treintañera, que había sido alumna mía en un cursos sobre figuración poética y estilo que impartí, hacía ya unos 15 años, en un máster de traducción organizado por el Departamento de Griego de nuestra Universidad en donde currabas como conserje, me confesaba cada día su amor y me decía que yo era su Dios y que quería vivir ¡y morir¡ conmigo y cosas y disparates semejantes, y yo me lo creía, porque necesitaba creerme alguna cosa buena, cualquiera, la que fuera, sobre mí que me hiciera recuperar mi perdido amor propio y mi conciencia de ser una persona digna.

Y me fui.

Me fui con aquella encantadora jovencita loca y aduladora que no era consciente de lo que decía.

Y todo fueron desde entonces correos y llamadas telefónicas por tu parte en las que me llamabas a mí y a tu rival robamaridos: cabrones, chusma, basura, desnortados inmorales y, por añadidura, una larga caterva de lindezas semejantes.

Tú, que tanto protestabas contra las faltas de respeto mías, cuando, agobiado por tanto pressing doméstico, estallaba de ira diciéndote que estaba harto de tu intolerancia de facha estalinista hijaputa etc., ahora, haciendo tú lo mismo que yo hacía cuando la hartura me inducía a un ataque de ira descontrolada, si te lo reprochaba, si te reprochaba que estabas siendo tú ahora la que sin control de ti misma me enterrabas bajo tus arbitrarias descalificaciones sin fundamento, me contestabas diciéndome que lo tuyo no eran insultos, porque eran la verdad. Id est: doble ofensa.

Pero si es verdad que tú no eres ninguna hijaputa, como reconozco cuando recobro la serenidad, mayor verdad es que yo menos aún soy un cabrón chusma basura y desnortado inmoral.

Y yo te contestaba en publica web porque sabía que me estabas poniendo de vuelta y media con tus amistades y tus conocidos, y, si te lo decía o criticaba me decías que tú lo hacías con todo derecho,  porque lo hacías en privado, calumniando con discreción mi prestigio entre tus particulares, equivocando las razones y causas de la separación, echándole la culpa a mi alcoholismo, y no a tu coerción, y yo lo hacía en público.

O sea: que las cosas son buenas o malas según se hagan en petit comité o no, y no porque sean, o no, reivindicaciones de  mi derecho a defenderme de esa campaña propagandística de cotilleo marujo con que me estabas acribillando sin piedad, porque eras incapaz de sentirte responsable de la detonación del explosivo que tanta presión y represión del deseo de expansión de mi energía vital había preparado de manera fatal tu insensata imprudencia.

Recuerdo que una vez tu gata saltó violenta sobre mis piernas mientras yo dormía plácido la necesaria siesta, o bien la mona, y tú me regañaste por la desproporción de mi reacción, poniéndote de parte del animal, y a mí tratándome como si fuera un  animal.

O cuando, protestando de que contestaras a mis preguntas o intervenciones con el silencio de tu indiferencia hacia el patente hecho incontestable de mi obvia inexistencia, al menos siempre que había alguien ajeno presente en el común escenario ante el cual lucir las gracias de tu ego, cierta vez que lo hice en doméstica intimidad me acusaste de estar faltándote al respeto por decírtelo y, como yo explotara de indignación ante tan bárbaro cinismo, me amenazaste con denunciarme a la policía por vejatorios malos tratos; y, como en mi inocencia no te creí capaz de ese abuso, me reí a carcajadas en tu cara, ay ingenuo de mí, y lo llevaste a cabo, y por poco no pasa un inocente al menos una noche en la mazmorra de la comisaría.

O, cuando en alguna de mis jumeras, como acto reactivo ante alguna de tus insidiosas provocaciones, yo volviera a explotar de iracundia, tú volviste a llamar a la poli, aunque esta vez no se tomaron la molestia de venir. O cuando… pero basta.

Después de huir por tanto de ti, buscándome la vida en otra parte, después de que el cruel remordimiento por haberte abandonado por otra tuviera consecuencias psicosomáticas, y me saliera un cáncer linfático en el cuello, vino el nuevo fracaso con la nueva par o partner, porque a partir del diagnóstico aquella que me confesaba su amor eterno como su Dios que yo era y que quería vivir y morir conmigo se buscó una excusa extraña para sentirse decepcionada respecto de su amado de tantos años de sentimiento no correspondido y desesperanza de éxito ya conseguido, y empezó a llamarme de todo menos bonito y a imputarme todos los crímenes del mundo desde el día de la Creación, considerándome reo de un delito de engaño, porque yo me había portado como un Lolito nabokoviano con ella que se había aprovechado de ella engatusándola, a ella que lo había dejado todo por mí, porque se había ido ella de casa de su madre a nuestro antroso estudio, sito en la calle de al lado de su palacio materno, adonde cada día ella iba a hacerle su filial visita interminable dejándome en sus remotos Balcanes como un Ovidio en el Ponto más sólo que la una durante horas y horas, mientras las pasaba ella en aquella mansión materna que era un lujazo comparada con nuestro humilde cuchitril.

Le hice saber que yo no había dejado Pandemonia sino por su compañía, y no para estar igual de sólo que en mi casa patria.

Y así, a consecuencia de su irresponsable contestación, compuesto y sin novia, un día me encontré sólo y cargado de equipaje en nuestra tierra y sin nadie que me ayudara a tirar ni de la impedimenta del bulto que ya se mostraba en mi cuello con el tamaño de una castaña y que me ponía cada vez más enfermo el cuerpo y me aterrorizaba con el peligro mortal de su ultimátum.

Y, entonces, tengo que reconocer que te portaste como una santa humanitaria conmigo cuando, desde el hostal en donde pernoctaba mientras me preparaba, previa recua de consultas con el oncólogo y de interminables pruebas diagnósticas, para la quimioterapia que me dejaría con el tiempo calvo y lampiño, te rogué que en atención a la pensión que te pasaba, dada tu precariedad económica -consecuencia de las medidas sin medida del gobierno de derechas de entonces, que trataba, o eso decía, de afrontar la crisis de 2008 con sus políticas de austeridades y recortes haciendo caer su cargante y oneroso gravamen en especial sobre trabajadoras como tú que, condenadas al paro, no percibían una prestación por desempleo que os sirviera para llegar a fin de mes-, me acogieras en nuestra casa mientras la grave enfermedad me atenazara.

Y, aunque al principio te negaste diciéndome la falsedad de que no necesitabas mi sucio y maculante dinero, acabaste aceptándolo.

Y, durante un tiempo, hemos estado juntos otra vez.

Y no te digo nada de esto como reproche, sino porque, cuando surge de nuevo la inevitable trifulca matrimonial, vuelves a llamar a todo el mundo y le dices que he caído muy bajo, o cosas semejantes, las de siempre, de las que ya, pese a ser falsas, no puedes desdecirte, pues qué sería entonces de orgullosa reputación que te has montado a base de presunción propagandística de cándida y bondadosa inocencia al respecto de tu ego portentoso. Y quiero que comprendas que ésa nos es la solución para la convivencia, sino sólo el diálogo,

Pero, como, mi reina, no puedes admitir que tengas el menor defecto, no me oyes jamás, puesto que entiendes que el diálogo consiste en que yo escuche sumiso tus peroratas sin término.

Y, por ello, cuando te vuelves a enfadar, de nuevo me amenazas con llamar a comisaría para acusarme falsamente de malos tratos vejatorios de género.

Y es que, mi amor, tú que tanto te empeñas en demostrarle al mundo que eres una mujer tan buena y maravillosa, y que yo de hecho sé que lo eres, no, a ti no te pega caer en esas simas de incomprensión, y quiero que sea verdad y que se sepa que, en efecto, eres una maravilla de bondad, como pretendes ser, pese a estar tan inconscientemente insegura de lo mismo, lo cual te lleva a identificarte con la Mujer, así, con mayúscula, ese Ideal de Mujer que te hace sentirme miembro de una clase víctima del Macho, aunque yo sólo sea un párvulo varoncillo, con, eso sí, un pizca de malas pulgas.

Y, ahora que la pandemia de la peste coronavírica nos estrecha por obligación y orden del gobierno en esta hospitalización doméstica preventiva, debemos, aprender la humilde la lección que nos ha dado nuestra biografiable experiencia, digna de ser escrita por alguno más talentoso que yo -la reciprocidad de los derechos y deberes de ambos-, para que así no te retrates insultándome, si te desobedezco.

Por eso no acabo de entender, después de haberte dicho todo esto, por qué has mirado al teléfono, y tu hermoso rostro ha sido deformado por ese rictus que se te ha puesto en la faz siempre que se te ha pasado por la cabeza la bonita idea de denunciarme malos tratos a la policía.

Francisco Fortuny

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