Ginebra y Kerouac
Me siento en el escritorio, bajo la luz amarilla y pobretona de una lámpara sin tulipa y me sirvo un dedo de ginebra. Sin hielo, para que me ardan las entrañas. Abro un libro de Kerouac, «Los Vagabundos del Dharma» y encuentro, a modo de marcapáginas, una nota de ella. Dice que me quiere. Probablemente fue cierto. Quiero decir que es posible que alguna vez me quisiera. Fue en ese tiempo en el que éramos tan jóvenes e ilusos que hasta pensamos en casarnos. Pero ahora, que de ella no queda más que este examen post-mortem de tinta y papel, estoy seguro que andará dejando notas en los libros de otros. En el fondo no se lo reprocho. Yo intento, con poco acierto, hacer lo mismo, pero sólo consigo follar con casadas o con mujeres tan borrachas que me cambian el nombre varias veces a lo largo de la noche.
Hace frío y la calefacción de la pensión no funciona. Hoy dormiré con los calcetines puestos. Quizás estemos mejor el uno sin el otro. A fin de cuentas, es difícil vivir siempre esquivando los puñales de sus reproches. Ella era una chica con horario de oficina, formal y consecuente. Yo escribo y bebo y fumo y salgo de madrugada más veces de las que debería. No soy un buen partido y nunca he pretendido serlo. La cuestión es que yo me cansé de sus planes de futuro y ella estaba harta de mis sueños. Mala combinación. En el fondo sabíamos que lo nuestro era imposible que funcionase.
Por eso, tumbado en la cama, en calzoncillos y con los calcetines puestos, me enciendo un cigarro y lanzo la primera bocanada de humo al techo. Oigo a los de la habitación de al lado follar y pienso que escuchar gemir a esa chica es mejor que cualquier hilo musical. Entonces recuerdo los gemidos de ella y las cicatrices de carmín que dejaba por mi cuerpo. Aquellos fueron buenos tiempos: follábamos hasta reventar y luego follábamos más. Pero sin darnos cuenta, poco a poco, el sexo fue desapareciendo. Como todo lo que nos unía.
El olor a naftalina de la almohada me devuelve a la puta realidad, a este cuarto de pensión con un papel pintado en las paredes horrible y con una moqueta que alguna vez fue azul llena de manchas de dudosa procedencia. Me doy cuenta ahora de lo huérfanos que están mis dedos sin su pelo y que aún guardo el regusto de su sexo en mi paladar y que sin su cuerpo, no acierto a encontrar la orilla del otro lado de la cama. Se cuela por la ventana el ruido del trafico de la ciudad de madrugada. Aplasto con rabia el cigarro contra el cenicero y apuro de un trago la ginebra. No me van a vencer los recuerdos. Por lo menos esta noche, no. Voy al cuarto de baño y mientras meo, miro mi reflejo en el espejo y sonrío: no he levantado la tapa del váter y no hay nadie que me lo vaya a reprochar.
Quizás, a fin de cuentas, no se esté tan mal solo.
