E M M A  Y  L A  M A N Z A N A

 

Era su reunión de los jueves, cada semana se tomaban un tiempo para cenar juntas, se reían de sus cosas y, como siempre, terminaban hablando de hombres, más que de los suyos, también de los ajenos. Una vez al mes, después de la cena, tocaba copa y baile, era su manera de permanecer juntas, de escapar de ese tiempo que te engulle hasta que un día que tienes cinco minutos libres te miras al espejo y él te dice que ha pasado inexorablemente.

Esa noche la charla giraba en torno a viejas historias, Emma, como la caja de Pandora, siempre tenía un viento para hacer volar los corazones de sus amigas y esta vez traería una versión nueva de Adán y Eva; su sonrisa picarona la delataba antes que sus palabras y cuando las demás la veían sonreír así, casi se frotaban las manos, Emma captó toda su atención, y en ese momento como los ancianos de las tribus indias, con todas las miradas puestas en ella expectantes ante una nueva historia, empezó.

—¿Sabéis cuál es un momento maravilloso de la vida? Que después de una noche de amor, te despierten con un beso y te traigan una manzana, pelada, cortada a trocitos y te la den para desayunar.

La tensión esperando más de aquel instante en el tiempo seguía aumentando, Emma era una gran narradora, como decía Lucía, a veces parecía la reencarnación de aquellos contadores de historias que en el medievo recorrían las plazas de ciudades y aldeas cantando gestas de los caballeros e historias de amor.

Era un mes de octubre, lo suyo empezó a principios de septiembre, aunque desde bastantes meses antes por circunstancias compartieron mucho tiempo, muchos momentos y lo seguían haciendo, pero no fue hasta septiembre en que decidieron romper las cadenas y lanzarse de cabeza a un laberinto de sensaciones, aventuras y deseo que los dos sabían perfectamente que no llevaría a ninguna otra parte que a disfrutar al máximo de esos momentos en que iban a estar juntos.

Compartían una relación casi laboral, asistían a reuniones juntos y durante los meses previos, antes de decidir lanzarse a ese mundo oculto a miradas ajenas, ya les era difícil disimular como cada vez que estaban cerca, que eran muchas, las chispas entre sus pieles casi podían quemar a quien se acercara. Un año intenso de trabajo les envolvió antes de llegar al final del verano, pero los objetivos se consiguieron y como el pirata que saltaba a la isla por su botella de ron después de un gran botín, ellos saltaron de lleno a un montón de momentos prohibidos que hacían su relación todavía más especial.

En ese momento, Emma interrumpió la historia, se levantó, fue a la barra y pidió una copa, es que le encantaba aumentar la expectación de su público y, claro, la imaginación necesitaba sus momentos para seguir creando. Cuando volvió a la mesa, Rosana la miraba con la misma cara de odio amigo con que lo hacía cada vez que interrumpía una narración con cualquier excusa. Y como no, luego repitió su: «¿Por dónde decís que iba?». Y entonces Rosana como casi cada jueves, le lanzó algo de lo que había sobre la mesa, las dos sonrieron y Emma continuó.

Su primera noche fue después de una reunión de amigos improvisada en casa de ella, cenaron, charlaron, bebieron y las carcajadas se apoderaron del salón comentando las anécdotas del último año; pero cuando la madrugada después de asomar, decidió invadir el  espacio y el tiempo, los amigos, uno a uno se fueron marchando, parecía que un mensajero invisible les hubiera soplado al oído que demasiadas veces más de dos son multitud, y por fin se quedaron solos, con el sonido de la puerta cerrándose empezaron los primeros besos, esos que se entregan sin palabras porque hace mucho que está todo dicho.

Casi amanecieron juntos y por la mañana tenían un viaje a otra ciudad, sabían que se reencontrarían en pocas horas, mas en esas otras horas el mundo solo sería testigo de cómo un grupo de amigos decidían pasar el día juntos.

Planear sus encuentros casi les llevaba más tiempo del que podían disfrutar de ellos, cuando por el espacio que les rodeaba transitaban testigos no deseados de su particular mundo de placeres ocultos, una mirada, una palabra o un roce casi siempre intencionado, les daba tanto, que amagarlo en lo trivial cada vez resultaba más difícil.

Rosana no podía más, quería llegar a la manzana, pero Emma estaba dispuesta a prolongar su incertidumbre aquella noche y cuando sus miradas se cruzaban, sonreía burlona y Rosana le devolvía la sonrisa en un gesto de desespero, como el lector que atrapado en una historia debe resistir infinidad de veces la tentación de no lanzarse a por los últimos renglones antes de la palabra fin.

Preparaban reuniones a menudo, era su mejor excusa, la tapadera perfecta, ella no tenía coche y alguien debía llevarla a casa, y el voluntario siempre era el mismo, vivían relativamente cerca. Sus amigos parecían no sospechar y si lo hacían, que en algunos casos era más que probable, decidieron ser testigos mudos de aquella relación soterrada que no sorprendía a nadie. Y tras cada reunión llegaba la celebración de las ideas, de los pactos, de los acuerdos, de los proyectos. Sin embargo, era una fiesta privada para dos seres que se escondían de las luces disfrutando de la oscuridad, cubiertos por su manto y abrigados a momentos donde el calor del deseo casi podía iluminar la noche cerrada.

Y una mañana, tras una noche eterna en abrazos, caricias y gestos buscando el placer en el cuerpo del otro, sintió dos besos en sus ojos, los abrió y allí estaba él, sonriendo, traía café, unos maravillosos orbes cómplices con ella, con la vida y una manzana, a trocitos, en un plato blanco, la pinchaba con el tenedor y se la iba dando mientras los dos sonreían a una vida que les concedía momentos como ese. Tomaron café, se despidieron, tendrían que pedir al hacedor que les prestara más momentos y permanecer esclavos a su generosidad imaginándolos.

Rosana sonreía satisfecha, Emma preparaba el final y la voz de Raquel casi en un quiebro musitó:

—¿Acaba bien? Porque si no mejor prefiero casi no saberlo.

Raquel era la romántica del grupo, siempre pedía historias con final feliz. Sin embargo, a Emma le encantaba el desgarro, el dolor del amor, el final suspendido, y ese día le contesto:

—Sí, pero no, si quieres saber si fueron felices, lo fueron, pero si quieres saber más, terminaré la historia.

Raquel asintió en un gesto y Emma prosiguió.

Pero el hacedor no quiso ser nunca más generoso hasta aquel extremo, les dejó verse, disfrutar de fugaces encuentros. No obstante, nunca más pudieron amanecer juntos, en medio hubo un viaje, un rumor que tuvieron que alejar y algunas de esas curvas cerradas que la vida esculpe sin demasiado esfuerzo para que tú las sortees o las sigas como puedas. La última vez que estuvieron juntos, los dos eran conscientes que era el momento del adiós, y su certeza era tan abrumadora que él durante la fiesta de despedida ni siquiera dudo en buscar debajo de su falda los últimos instantes de contacto con aquella piel que echaría de menos el resto de sus días, aquel fue su último instante de calor fugaz.

Volvieron a verse esporádicamente, su viaje en común se bifurcó y ya no compartían vagón, sus railes seguían caminos distintos, coincidieron en alguna parada, pero no había tiempo más que para compartir palabras y algunas chocolatinas, finalmente las estaciones dejaron de coincidir, las vías se fueron separando y cada uno prosiguió su viaje guardando en una pequeña maleta todos los recuerdos de aquel tiempo.

—Raquel, sí, fueron felices, cada uno a su manera, en mundos separados, pero la felicidad no es un estado o, si prefieres, es un estado en el que no se permanece, es tan solo un instante o una cadena de instantes que van saltando y soltando eslabones, lo bueno que tiene es que puedes regresar a ella, solo tienes que concederte unos momentos y volver a ese eslabón, a ese instante de felicidad que es la felicidad misma.

La noche terminó en baile, rieron, bailaron y disfrutaron de los instantes que aquel jueves noche otra vez les regaló, cuando compartían su momento, poco importaban los madrugones del día siguiente, las horas de ese viernes laborable que se iban a hacer eternas delante del ordenador y los deseos de silenciar a los hijos cada vez que emitiera unos de esos gritos con un timbre agudo que gracias al cielo borra la edad; la amistad, la risa, la felicidad fue suya durante esas horas y había que dejar a la rutina su parte en el escenario.

Nuria Barnes

 

Nuria Barnes

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