EL GERMEN.
Como todas las noches, la anciana se levantó para tratar de conciliar el sueño ante la televisión. Hacía años que apenas dormía. Una extraña desazón invadía sus sueños a media noche y la obligaba a levantarse. Y no era la única. Todos sus vecinos sufrían lo mismo, pero nadie sabía explicar la causa. Claro que los barbitúricos venían a solucionarlo, pero a la anciana le daban miedo. Era mayor el terror a envenenarse con aquellas pastillas que el respeto a las órdenes del médico.
Así que encendió el televisor. A esa hora no había culebrones, ni los programas del corazón de los que tanto disfrutaba. La programación sólo ofrecía películas de serie B, extrañas entrevistas o documentales. Ella prefería estos últimos. La adormecían con gran efectividad, aunque llevaba su tiempo.
Probó varios de los canales documentalistas. En uno, se emitía un programa acerca de algunos descubrimientos microbiológicos llamativos del pasado. En otro ofrecían un resumen de la historia del último siglo. Eligió éste.
Aunque ya había empezado, se sentó en su sillón en el momento en el que mostraban la época en la que la carrera espacial se detuvo repentinamente. A pesar de haberse invertido sumas astronómicas en la investigación sobre planetas, galaxias y cúmulos, se llegó a la conclusión de que era imposible que ninguna tripulación pasase en vida la órbita de Plutón; para colmo, ningún planeta poseía nada interesante o, al menos, rentable. Desde entonces, la investigación espacial se limitó a los satélites de comunicaciones.
Pero la rentabilidad de estos satélites había decaído, a pesar de que cada país quería el suyo propio, no compartido con ningún otro; esto los encarecía enormemente y habían dejado de demandarse; las antiguas torres repetidoras bastaban para las necesidades actuales. El interés por no compartir los satélites no procedía de un nacionalismo exacerbado, sino del hecho de que, por la misma época, decayó bruscamente la atención hacia todo lo que sucediese fuera de cada país, se acabó de un plumazo aquella cosa llamada hasta entonces globalización. Las fronteras se cerraron como gruesos muros con puertas de plomo imposibles de abrir o traspasar por resquicio alguno. Nadie tenía interés por viajar, si no era por asuntos de negocio insoslayables y, para eso ya estaban las reuniones virtuales mediante videoconferencia, que los hacían innecesarios.
El progreso urbanístico y tecnológico permitió que las ciudades fuesen casi autónomas. Grandes urbanizaciones en las que todas las necesidades estaban cubiertas, desde servicios médico-quirúrgicos hasta la última golosina. Y además, la telemedicina y una red de teletransporte (mediante cintas, tubos y robots transportadores de alta velocidad) aprovisionaban de estos servicios a cualquiera, sin necesidad de salir de las casas; unas viviendas donde la domótica lo controlaba todo. Casi nadie salía ya, ni siquiera los niños necesitaban ir al colegio, puesto que las clases se impartían “on line” con profesores asignados por sorteo desde el ministerio. Excluyendo estas intervenciones gubernamentales, cada ciudad y, dentro de ésta, cada urbanización, eran naciones de hecho, aunque no de derecho.
La anciana cambió de canal sin esperar a que terminase lo que estaba viendo. Se había empezado a adormilar con lo de la astronomía, pero ahora, tras lo visto, la desazón había vuelto.
Acababa de terminar un documental sobre el SIDA, una antigua enfermedad ya superada, y empezaba uno nuevo en el momento que llegó a ese canal. Hablaba del descubrimiento, hacía ya varias décadas, de un germen que existía entre la flora bacteriana interna de buena parte de la población, si bien una proporción aún mayor jamás lo había tenido como huésped. Lo más curioso de aquel minúsculo ser vivo era el hecho de no ser patógeno, por lo que, a priori, podría haber carecido de interés para la medicina. Sin embargo, si por algo llamaba la atención era por su aparente indestructibilidad. Se le podía bombardear con plutonio, aislarlo de todo tipo de alimentación, dejar en el vacío, gasear con cianuro… y el germen moría, claro; pero cuando menos se esperaba, renacía, incluso con más fuerza. No se entendía su mecanismo biológico y se consideraba una suerte que no generase enfermedad alguna, por que, de lo contrario, podría ser una hecatombe. A pesar de todo, algunos de los investigadores habían tenido un extraño comportamiento tras haber respirado una muestra dispersada en el aire accidentalmente: uno abandonó el trabajo repentinamente y se fue a trabajar a otra ciudad, otra se separó de su marido al día siguiente, y un tercero decidió exigir unas vacaciones para hacer un viaje por todo el mundo cuando, hasta el momento, no había pasado de ser una rata de laboratorio. El documental señalaba que, a pesar de esos cambios de carácter, nada podía entenderse como una enfermedad.
Un buen día, en un laboratorio contiguo de la misma empresa, alguien estaba investigando con un supernutriente capaz de generar un rapidísimo crecimiento en cualquier cultivo bacteriano. El investigador principal trasportó una pequeña capsulita del supernutriente hasta el laboratorio donde se analizaba el germen. Allí mantuvo una alegre conversación con el responsable del laboratorio, presumiendo de sus resultados prometedores. Lanzó confiado la cápsula al aire y ésta cayó, abriéndose, sobre una placa en la que se cultivaba el germen. Contra lo que se hubiese esperado, el germen murió y no volvió a aparecer. Se hizo una prueba, y un sólo miligramo del supernutriente podía acabar con millones de individuos del extraño germen. El supernutriente, paradójicamente, se comportaba como un antibiótico frente al germen.
A los pocos días, el presumido investigador principal, que patentó su descubrimiento, recibió la autorización para producir en masa el supernutriente, puesto que su previa publicación en una revista científica de impacto había despertado el interés por parte de numerosos laboratorios de todo el mundo. Pero un déficit de medidas de seguridad en el laboratorio, junto con un fallo de mantenimiento, provocó un terrible accidente. Un depósito de oxígeno tuvo un escape y éste provocó la explosión de otros cercanos de combustible. El laboratorio voló por los aires, y con él dos técnicos; como consecuencia, una nube del supernutriente se elevó a varios kilómetros de altura. En pocos meses se había distribuido la nube por todo el mundo. Los responsables del laboratorio pretendieron calmar a la población asegurando que no existía ningún riesgo para la salud. Pero lo cierto es que se registraron dos efectos inmediatos: la muerte de todas las muestras existentes del extraño germen y, lo que el documental señaló como más grave, un rápido crecimiento de todo tipo de bacterias que hubo de ser controlado a nivel mundial con una producción extraordinaria de antibióticos.
El incendio del laboratorio obligó a suspender ambas investigaciones. Para proseguir los estudios sobre el germen, hubiese sido necesario obtener nuevas muestras en la población, pero nadie poseía ya el germen, ni siquiera los antiguos voluntarios portadores. Respecto al supernutriente, se detuvo la investigación, sin más, a pesar de que existía la hipótesis de que su mejora podría haber llegado a acabar con el hambre en el mundo. En ambos casos, nadie se sintió con ánimos para continuar, empezando por el papeleo que conllevaba comenzar de nuevo, y terminando por la arriesgada decisión de experimentar la viabilidad en seres humanos. Germen y supernutriente desaparecieron sin dejar huella en el panorama científico actual.
La anciana volvió al canal histórico. No conseguía dormir.
Se contaba ahora que un buen número de guerras habían acabado repentinamente en aquellas fechas (que la anciana descubrió coincidían con la época de la explosión de la que hablaban en el otro canal). Y no se acabaron porque se alcanzasen pactos o tratados históricos, sino porque, de repente, ambos bandos dejaron de luchar. Otros conflictos bélicos se desataron y acabaron velozmente. En todos los casos, el vencedor parecía ser siempre el mismo: un dictador de aspecto repugnante sostenido por una junta militar. En pocos años, el número de dictaduras se disparó en todo el mundo; el mapa mundial cambió de configuración, crecieron grandes tiranías multinacionales y aparecieron numerosas de territorio minúsculo, algunas de varias hectáreas nada más. Y de las democracias, bastante mermadas, no había ni una en la que el partido gobernante no permaneciese en el poder desde antes del “cambio global”, como se denominaba a aquella época. La población había dejado de votar alternativas y sólo elegía lo que los medios de comunicación, puestos de acuerdo, señalaban cómo políticamente correcto. En muy poco tiempo, unas semanas, tiranías y democracias decidieron disolverse para crear un nuevo orden político al que se denominó “venturocracia”; cada país elegía cada cuatro años a sus representantes, seleccionados de entre la población más cualificada, mediante sorteo público ante notario. Con él se evitaban la corrupción, los bandos enfrentados y la excesiva responsabilidad de las decisiones del dirigente político, ahora amparado por una comisión de preparados ciudadanos electos, con los que decidía de modo colegiado y que convertían en inapelables sus órdenes. El modelo no era nuevo, ya había existido en tiempos remotos en algunos países en las levas militares y en la asignación de médico público, de colegios o de viviendas de protección oficial.
La anciana pudo deducir, por un breve comentario, que durante el tiempo que había estado viendo el canal científico se perdió los comentarios sobre el cambio radical en el consumo de tabaco, alcohol o drogas, antes horribles lacras para la sociedad y la salud personal y ahora asignados a parte de la población como solución médica controlada; solución que, no obstante, aportaba pingües beneficios a las industrias farmacéuticas que desde el “cambio global” controlaban dichos productos. También mencionó que antaño había crímenes y robos; ya solo tenían lugar bajo el auspicio de la venturocracia.
Ahora comentaba la televisión que, en el campo de la investigación, no se abordaba ningún estudio si sus resultados no producían dinero de inmediato. El documental hacía hincapié en este punto en el hecho de haberse superado una rémora absurda del pasado: la investigación pura o la mera curiosidad científica. Ahora todo estaba sometido a la tecnología. Absolutamente todas las líneas de investigación estaban decididas desde arriba y estas decisiones estaban condicionadas, a su vez, por la tradición tecnológica, aval suficiente para unos resultados provechosos. El modelo ensayo-error, y con él, la propia ciencia, habían muerto; no cabían errores.
Desde la misma época, algunos deportes habían dejado de ser practicados de modo aficionado por la gente. Sólo se practicaban los que generasen espectáculo y, preferentemente, en lugares cerrados: estadios, pabellones, salones… El documental era especialmente crítico con aquellos deportes no competitivos que se practicaban en el pasado, como el senderismo, el parapente o la escalada, entre otros; deportes que habían pasado ya a los libros de historia como actividades absurdas comparables con las carreras de cuadrigas de los romanos.
El comentarista del programa, señalando ahora las tendencias laborales de la población, destacaba asimismo que la profesión más demandada, desde entonces, era la de soldado, a pesar de que apenas se producían guerras en las que intervenir; no obstante, existía un cupo limitado y seleccionado por sorteo…
En ese punto, la anciana volvió a cambiar de canal de televisión. Era imposible dormir. Trató de volver al canal científico, pero, al ver en los créditos finales del documental fugazmente una imagen, lo único que quedaba de aquel extraño germen, decidió apagar la televisión, enfadada. Esta última imagen pareció quedársele grabada en la mente.
Recordó cómo su difunto marido, trabajador de una agencia de viajes, se fue al paro en aquellas mismas fechas de las que hablaban ambos documentales. Un trabajo imaginativo en el que ofertaba la movilidad por el mero placer de desplazarse a cualquier ciudadano que se lo solicitase, con catálogos llenos de fotos de lugares paradisíacos, con clientes ilusionados… que de repente dejaron de venir; la empresa quebró y sólo encontró trabajo, meses después, en una destilería. Desde entonces él se dio a probar el producto de su trabajo y comenzó a maltratarla, pero ella no hizo nada. Ni siquiera pensó en denunciarlo. En breve, dejaron de soportarse; pasaron a odiarse mutuamente como los peores enemigos del mundo. Y aún así siguieron juntos contra viento y marea durante varias décadas más. Hasta que un día los telemédicos fueron incapaces de sacar de un coma etílico a su esposo.
Volviendo al presente, miró a su alrededor y vio al canario con el que convivía (casi quince años hizo la semana pasada). Se lo mandó un familiar a través de la cinta transportadora que pasaba por delante de todas las ventanas, ¿o vino mediante un autómata volador de mensajería urgente? Quién podía acordarse ya. Ni siquiera sabía si era el tercer o cuarto canario al que sobrevivía desde que era viuda. El pobre animalito dormía a aquellas horas, como siempre, acurrucado sobre un palo y sostenido en curioso equilibrio sobre una sola pata. Hacía tiempo que la jaula estaba rota; desde el día en que se le cayó al limpiarla y se rompió la puerta. Afortunadamente el pájaro resultó ileso, pero, curiosamente, nunca se atrevió a pasar al otro lado de los barrotes. Igual que ella.
A su mente volvió, como el fogonazo de un disparo a quemarropa sobre la frente, la imagen del germen. De repente tuvo una extraña impresión de gravidez y felicidad, como si estuviese embarazada, aunque lo cierto es que nunca lo había estado y, por tanto, ignoraba cómo debía ser aquella sensación. Ya estaba casada en aquellos tiempos de los que hablaban los documentales y, por tanto, no tuvo que sufrir el actual método de asignación de marido por sorteo; en cambio, ese mismo método decidió inexorablemente que ella no debía tener hijos, por el bien de la superpoblada sociedad. Enviaron el instrumental a casa y un médico intervino mediante telecirugía en su ligadura de trompas.
Se vistió. Aquel traje que recuperó del armario olía a alcanfor y, además, le estaba grande. Estaba más delgada que cuando era joven; lo que antes habría sido motivo de felicidad, ahora sólo producía tristeza. Las dietas calóricas personalizadas, impuestas por los servicios de teleasistencia hacían impensable estar más gorda o más delgada del peso establecido por los nutricionistas, que era la única forma conocida de mantenerse saludable pasados los cien años de vida. Ya no se fabricaban tales vestimentas. Exceptuando algunos actores que los compraban para su trabajo, apenas se vendían. La gente usaba ropa de papel, para aparentar estar vestidos, pero, puesto que no salían a la calle, ¿para qué iban a comprar otra cosa que no fueran pijamas o chándales? Todo bien de consumo estaba contado y preasignado, para, según comentó el documental, “derribar de una vez por todas la espantosa sociedad de consumo en la que se tiraban a la basura a diario miles de toneladas de alimentos y otros productos”.
Tomó entre sus brazos la jaula del canario, que se despertó sobresaltado. Abrió la puerta y llamó al ascensor. No funcionaba. Debía hacer años que nadie lo usaba. Algún vecino, sobresaltado, la escuchó y ojeó por la mirilla de la puerta, pero no abrió. Bajó por las escaleras hasta la calle. Amanecía. La ciudad, extraña y muy distinta a lo que recordaba, presentaba las calles vacías a esas horas en las que, tiempos atrás, habría empezado a bullir. Ni un alma, ni un vehículo; quizá algún autómata por allá al fondo, con la sirena muda de la teleasistencia urgente, pero poco más.
Con sus manos extrajo de la jaula al canario y lo obligó a volar. Tardó en decidirse a hacerlo. La anciana le gritó. Tras voletear, se posó sobre una antigua farola, hoy en desuso y apagada, y comenzó a cantar; nunca lo había oído cantar. Un momento después se alejó volando y se perdió tras una cinta transportadora.
La anciana subió a casa, se desvistió, guardó la ropa sin doblar, hecha un remolino, y se acostó. No se despertó hasta la tarde del día siguiente, casi treinta y seis horas más tarde. Los teleasistentes pensaron que había muerto y enviaron todo el instrumental para realizar una autopsia que desvelase el probable error cometido. Fueron ellos quienes la despertaron. Un médico, horrorizado por su extraño comportamiento, habló con ella a través de la pantalla del monitor y, tras cancelar la operación de cirugía forense, envió a través de los sistemas de transporte todo el instrumental para efectuar unos análisis urgentes de sangre y orina.
Varias horas después, los resultados señalaron como única anomalía la existencia de un raro germen aparentemente inocuo y anónimo del que hacía años que no se tenía noticias; en cualquier caso, no había evidencias científicas de que guardase relación con el extraño comportamiento de la anciana.
Feliz y burlona la señora tomó del frigorífico un trozo de zanahoria y lo mordió, pese a los gritos del nutricionista de guardia, que había sido alertado de la situación. Volvió a vestirse y a salir, para desesperación, incomprensión e impotencia de los teleasistentes. Llamó a su vecino, quien, desconcertado por la situación, abrió la puerta. Lo besó (esas cosas ya sólo se hacían a determinadas horas de un día a la semana y siempre que existiese permiso, por supuesto conseguido a través de sorteo). Ignorando por qué, el vecino la acompañó, sin quitarse su traje de papel. Llamaron a la puerta de otro vecino, pero éste, tras abrir, cerró de un portazo, porque siempre hubo gente inmune. Sin importarles demasiado, el vecino y ella bajaron a la calle.
Tras una discusión mediante videoconferencia entre los teleasistentes, el médico y el nutricionista, todos llegaron al acuerdo de que la anciana padecía un desequilibrio mental; precisamente el mismo mal del que siempre se acusó a aquellos que, en tiempos pasados, disfrutaron de la posesión del germen de la libertad.
José Mª Senciales González
Junio de 2009 (levemente retocado en 2020)

Me encanta. Gracias!!
Joder que bien lo haces. Me ha encantado. Un abrazo