El cielo avisa poco algunas veces
CASTILLO
El cielo no avisa, cuando se vive a la intemperie se intuye el agua. La luz cambia si se varan las nubes en la sierra. Tiembla el romero en el monte, el romero. Si descarga la tormenta y regresa el sol, Castillo aspira hondo. Cuando llueve con fuerza es como si amaneciera por dentro. Algunas veces aparece el arco iris, ese milagro de la luz. Castillo no cree en Dios, ni en los santos. Si uno vive solo en el monte no teme mucho a nada. Nunca se secará el romero, así llegue el fin del mundo.
Castillo no piensa en el fin del mundo.
A veces no se siente las manos, de encallecidas por La hoz en el romero, cuenta los golpes y así no piensa mucho. Castillo no le teme a nada salvo a los pensamientos. Cuando llegan lo aplasta el cielo, lo ahoga el monte, quiere correr y corre, se deja la camisa hecha jirones en la carrera , que ya vienen , ya llegan esos fantasmas. Castillo se refugia en algún aprisco abandonado, en alguna cueva, como aquellos de la sierra después de la guerra, como las alimañas.
Por una carga de romero le dan unas perras en la caldera, donde destilan la esencia. Lo acarrea a la espalda ensogado hasta donde esconde el carro de mano. Ahí acarrea unos cuantos haces, los arrastra lento, como un mulo viejo. El esfuerzo y el cansancio enjaulan los malos pensamientos.
Cuando cantan los grillos se acuerda de cuando era chico, allá abajo en el pueblo. No ha cambiado mucho desde entonces, cuando la guerra; algunas bombillas en las calles, eso del agua potable y los coches que llegan desde la costa o desde la capital, hasta un autobús de línea. De vez en cuando lo mira desde su atalaya, allá rugiendo en la carretera , como un barco rojo que serpenteara por las colinas, ese mar parduzco y encrestado de riscos. Una vez vio el mar de cerca, fue a la orilla desde donde acampaban para la zafra, negros de tizne de quemar broza de caña. Se metió vestido en aquel cielo líquido y salado, hasta con el sombrero de paja. Cómo se acuerda de aquella felicidad del agua, de la espuma, del sol en la cara. Ahora cuando mira al mar lejano desde lo alto, piensa en aquellos barcos de colores, como el autobús de línea, en el ruido de sus sirenas.
Baja poco al pueblo, lo imprescindible, cargar un saco de hogazas y algo de pringue, provisiones para dos semanas. La fruta la coge del campo, y cuatro patatas. A veces no se acuerda de comer, solo cuando se le remueven las tripas o se le derrumba el brazo con la hoz. La gente en el pueblo lo mira de soslayo. Los niños lo siguen de lejos, ahí va Castillo, el loco, como las ánimas benditas. Cuando se vuelve y los mira, los niños corren de miedo y los adolescentes ríen, alguno le tira una piedra por ver si ruge. Las alimañas del campo se revuelven y las culebras silban amenazantes. Castillo habita las fantasías de los chiquillos, sus malos sueños, esas historias de mantequeros, los hombres malvados que raptaban a las criaturas para sacarles sangre y vendérsela a los tísicos. Él los mira, a veces añora tocar a uno, . Nunca habla con nadie, ya ni recuerda las palabras de tan herrumbrosas. Castillo el mudo es como un animal agazapado.
El dinero justo para el pan y la pringue. Hay quien alguna vez le pone ropa vieja en el carrito, o algún dulce de navidad. Siempre hay un alma caritativa. Luego vuelve al monte con la atardecida y querría fundirse con las aulagas, con la jara y el romero; el monte, como una madre.
En verano, cuando duerme al raso bajo las estrellas, le parece que estuviera allá arriba y a la vez dentro de la tierra, se siente tan grande como el valle, se alarga como el río. En cambio en invierno cuando llueve, se achica y enciende lumbre dentro de la cueva, ve su sombra en la pared, cómo baila su sombra en la pared, agarra un tizón y pinta algo allí, líneas y curvas que tienen que ver con la danza de su sombra, a lo mejor eso es el alma de la que hablan los curas. Se acuerda de algo de eso, de cuando era chico, en la iglesia. Entonces la iglesia le parecía grande y bonita, aunque la gente le diera miedo, hasta los santos le daban miedo.
Qué habrá más allá del mar. Cuando lo imagina se reconforta. Se queda extasiado mirando su brillo plateado e interminable, como el de esas monedas viejas con letras y cabezas a las que sacó brillo. Las encontró en una oquedad, tan calladas como el mar. A veces piensa, que el agua rebasara las montañas y llegara al valle, que lo inundara todo, y se siente feliz, cómo sería el monte, el romero bajo el agua. Por el monte hay piedras con forma de concha y de caracola. Castillo las junta en montoncitos para que se den compañía, para cuando vuelva el mar.
En noviembre se tiñe el cielo de rojo, como si se deshiciera en las nubes; el aire las dibuja, así fuera su mano en su refugio a la luz de la lumbre. Mira sereno al horizonte cuando las nubes no le hablan y corre si le dicen algo al oído, regresa a la cueva y se esconde en lo más hondo, allá adónde no llegan los susurros.
Qué cosa el tiempo. El vuelo rasante del halcón es siempre el mismo. En las alturas pasan de vez en cuando aparatos plateados como el mar, deben ir llenos de gente. También ellos son como yo, piensa Castillo, allí arriba apiñados y silenciosos como si no supieran adónde van. El sol restalla en los grandes pájaros metálicos. Mira los hormigueros. Descubrió tres juntos y se sentó a mirarlos. Entra en sus galerías porque puede achicarse si quiere. En ese mundo debajo de tierra no se oyen los ecos. Entra y sale, va y viene en la tierra mojada, oye crecer la hierba. La noche entre los árboles, como el vientre de su madre, él que se acuerda, como aquel día que lo cubrió el mar entero. Esta noche parece que no llegan los fantasmas, sus oídos son como las mismas estrellas. Camina entre las sombras de las hojas con poca luna, ni siquiera se escuchan sus pasos.
Pero no, ya llegan, siente las voces como cuando viene la tormenta, ese aire.
Castillo, que ya vienen, y corre como corrieron ellos antes que él, corre hasta que no tiene aliento, hasta que cae sobre el romero. No te escondas Castillo, escucha los ecos , desde que llegaron los primeros hombres, los primeros dioses. Ellos te concedieron el don y el castigo. Escucha las voces en lenguas extrañas, como aquella que usaba el cura en misa cuando era chico, como esa algarabía que se oye en algún transistor del pueblo, la lengua que habla la gente al otro lado del mar. Castillo no grites, escucha los ecos, tú comprendes, lo comprendes todo. Cuando miras esas monedas, sus cabezas en relieve, entiendes las voces, y ellos caminan a tu lado, aquellos que habitaron el valle hace tanto; y no les temes, son como las gentes del pueblo, son como tú. Por qué vienen a ti. A veces les hablas y ellos te miran.
De repente se abren los ojos como las compuertas de una presa , se llenan del techo rugoso de piedra de la cueva, ese cielo tranquilizador de dentro. Las ascuas del fuego aún encendidas antes del amanecer ya no invocan el pasado sino la luz que se cuela entre las pieles de cabra cosidas de la entrada.
Castillo correrá las pieles de golpe y el sol inundará sus ojos como aquel día en la orilla del mar, el día más luminoso de su vida. Tras los pensamientos y las voces , llega la amanecida, la soledad del monte, el pueblo blanco abajo, la brisa entre los árboles.
Y la hoz en el romero, el sudor en la espalda, libre de pensamientos, se apagaron los relámpagos y los ecos. Castillo casi no recuerda , solo un retazo a golpe de hoz, un puñado de gritos. Hace años que siempre es igual, hasta que revientan los ojos y los oídos, hasta que se le caen las manos segando romero bronco y perfumado.
Como si lo llevara el día en volandas, por qué esa luz, esa luz en su cabeza, la luz del mar, allí está, tan lejos y tan cerca. Navega el autobús de línea entre las colinas, serpentea por las laderas y los barrancos.
Y de repente tira la hoz y deja el romero, echa a andar como atraído por un imán, la boca abierta, los ojos abiertos.
Camina Castillo, mira al frente y camina. La voz le llega ahora clara y serena. Y él comienza a andar, campo a través, con la mirada fija, sin importarle los obstáculos. Que nadie te vea, que nadie te siga, deprisa Castillo, tienes que llegar a tiempo.
Y él derrota hacia la mar, aún está lejos el mar.
Comienza a ponerse el sol; cómo se pone el sol, y sin embargo todo sigue iluminado. La luz la lleva dentro, la luz del sol, la luz de la orilla, muy dentro. La luna ilumina sus pasos y no oye, no oye nada, no hay voces ahora, solo luz, la luz de aquel día dentro.
Le sangran los pies, las uñas de los pies, las alpargatas se van quedando en el monte, en los caminos. Ya no se ve el mar, de tan cerca, ya lo huele y amanece. Así revientes Castillo, busca la mar, por qué vuelven las golondrinas en primavera , por qué hiberna la culebra y busca el sol.
El mar, Castillo, el sol está otra vez alto, has de llegar porque es el momento y tú lo sabes.
Que te cubra el mar, Ahí está. La playa casi desierta, pescadores con redes a lo lejos.
Castillo es el mar.
Ángel Fábregas
