EL CHALECO

No clareaba aún cuando el chico pasó de puntillas, casi desnudo, entre los cuerpos apiñados de sus compañeros. El olor a pies dormidos se disipó cuando abrió la puerta. En el armario común buscó el pantalón de pana marrón y el único jersey que guardaba. Se lavó la cara en tanto el resto de habitantes del pequeño piso del Zaidín comenzaban a desperezarse. Quien quisiera utilizar el servicio debía madrugar, y el chico lo hacía todos los días. Aquella mañana con más razón: era un día importante.

Con los exiguos ahorros que le quedaban, tras enviar mensualmente a sus padres los euros que sudaba cada día, se había comprado en el bazar chino de la esquina de la calle doña Rosita un chaleco amarillo reflectante, con una banda gris. Miró en el espejo su cara recién lavada, se ajustó el cuello del jersey y se deshizo del plástico que envolvía el chaleco. Desdobló la prenda y se la puso con mucho cuidado, como quien se viste de gala. Ajustó el velcro y lo cerró. Posó ante el espejo, sacó a relucir la dentadura blanca, inmaculada y fuerte, y sonrió con amabilidad.

Recorrió, sin hacer ruido, el pasillo. André el Congoleño lo miró con sorpresa mientras abría sus ojos grandes, desde el sofá cama, y el chico, que aún llevaba la sonrisa puesta, se la ofreció. Con un asentimiento silencioso, acompañado de un fruncimiento de labios muy afirmativo, el Congoleño pretendía desearle suerte. Le guiñó el ojo: él también le deseaba suerte, que el día fuese propicio y volviese por la noche con muchísimas menos gafas de colorines de las que llevase en la mochila al salir por la mañana.

Con el chaleco puesto abrió la puerta del edificio y caminó altivo, seguro y confiado hacia su esquina de siempre. El estómago crujió. Los nervios y las prisas le hicieron olvidar que aún debían quedar algunos cereales en su apartado rincón de la cocina. Y si ya no había, podía haberle sisado a André unas galletas de las que escondía en el desvencijado mueble de la terraza. André pensaba que nadie conocía la existencia de ese escondite, el inocente. En la calle el olor del café y del pan tostado, el sudor del churrero de la calle Santa Clara, la frágil apertura del cielo por donde la luz bregaba por mostrarse, aventuraban que eran las siete de la mañana. Y le recordaron todos los indicios unánimes que no tenía más de veinte céntimos en el bolsillo, que en su país le habrían servido para comprar unos bollitos franceses y allí era una miseria que solo podría gastar en gominolas.

No permitió que le pesase el desánimo y recorrió el bulevar en dirección a la antigua carretera de La Zubia, con una alegría contenida. El día amenazaba con ser caluroso: los chavales camino del instituto iban en camiseta de manga corta, algunos armados con skates, otros desfallecidos de sueño, ante la cercanía de los exámenes finales. En Senegal, junio era un mes lluvioso, de repentinas tormentas. Pero junio en España era mediano y suave, algo fresco para su cuerpo. Cada cien metros se recolocaba el chaleco. Cada diez metros le asaltaba la necesidad imperiosa de comprar cuanto antes un casco de obrero.

En su esquina, el semáforo parpadeaba en amarillo. El chico se colocó muy formal sobre el paso de peatones. Los coches empezaban a declinar en velocidad, muy pronto comenzarían los atascos que propiciaban las obras del metropolitano. Frente a él, los obreros aprovechaban el fresco para progresar en la construcción: unos manejaban las taladradoras que hendían con aullidos mecánicos el aire del barrio; otros se afanaban en la hormigonera, que rotaba incansable en su elaboración de cemento. Las palas y picos, los adoquines sin cortar, los enormes rulos de manguera decoraban el escenario que el chico podía distinguir tras las vallas bajas, metálicas y amarillas que señalaban el perímetro de la obra.

El chico, mostraba orgulloso su chaleco y los saludaba a todos con confianza y simpatía. Aquel retén de obreros llevaba dos semanas frente a su esquina, donde ofrecía pañuelos de papel. Las obras habían provocado que su semáforo no tuviese la afluencia que tuvo no hacía ni un mes, cuando frenaban largas colas de vehículos, pero él se esforzaba en dar paso a los coches despistados ante el parpadeo pertinaz, inalterable y rítmico del semáforo. Hacía tres días que la señal solo mostraba el brillante amarillo, como su chaleco, y los conductores, desorientados, sacaban sus cabezas, intentaban mirar a uno y otro lado, afinaban sus oídos entre la marabunta escandalosa de sonidos que amenizaban una excavadora y la incansable hormigonera. Los automóviles buscaban el momento justo en el que colarse. El chico, con un pie en cada carril, varado en la perpendicular de las calles, daba paso y alternaba en cremallera la incorporación de los vehículos a la Avenida.

Los conductores sonreían al chaval amable y cada cual pensaría una cosa: los unos, quizá, que era buen asunto la integración; que si un chico africano conseguía un trabajo en la obra debía ser un trabajador infatigable; que el país era bueno y amistoso, y aquello era un ejemplo de tesón y recompensa. Los otros, que vaya birria de salario deberían percibir aquellos muchachos que ordenaban el tráfico, a falta de guardias, para que ningún español desempeñase el trabajo y tuviesen que recurrir a emigrantes. Los menos, que un negro no debía quitar el puesto de trabajo a un español nativo, católico y varón.

El chico alzaba los brazos, el derecho en ángulo recto señalaba la prohibición de paso, el izquierdo a la altura del pecho, como si se abanicase, dando paso a los que bajaban la calle. Observaba de soslayo a los obreros, les sonreía si una mirada se cruzaba con la suya, tan formal y atareado en su faena. Se consideraba un ejemplo, y había decidido que no vendería ni un paquete de pañuelos más. Imaginaba la cara petrificada de André el Congoleño cuando le diese la noticia. En cuanto tuviese casco, el capataz de la obra no tendría más remedio que llamarlo, sentarlo en una pila de adoquines recién cortados, delante de la caseta marrón clara donde lucía el emblema de la constructora, y le ofrecería un trabajo.

Su mente procesaba las frases adecuadas que diría por teléfono, en el locutorio del Callejón del Morcillero. Explicaría a sus padres que emigrar era buena cosa. Que había conseguido un trabajo digno. A la pequeña Maciel, que aún le esperaría todas las tardes en el malecón de la Bahía de Yof, le compraría un billete de ida sin vuelta hacia España. Y así crecerían sus hijos, y hablarían el español que él farfullaba como si fuesen universitarios.

Como en todos los cuentos, aquellos que fantasean, pueden ver sus sueños rotos en el momento más inesperado. Tan ensoñado estaba soñando la casa pareada en la que viviría junto a la Carretera de Huétor, rodeada de ciruelos rojos, que no vio el ciclomotor que se le vino encima. Los brazos parados e inútiles señalaban al cielo que anunciaba una mañana tórrida. Cayó rodando por el suelo. Echó de menos el casco.

Una mujer que arrastraba el carro de la compra se quedó petrificada y lanzó un grito que pudo superar, por poco, el estruendo de la hormigonera. El hombre joven que conducía la motocicleta rodó junto al chico, y en la caída golpeó con su casco la frente desguarnecida del muchacho. Uno de los obreros silbó con fuerza y la excavadora paró en seco. Los que recogían el cemento vomitado por la máquina miraron despistadamente, sin ver cómo la cabeza del chico se quedaba a pocos centímetros de la rueda negra, elástica y feroz de un Land Rover. El capataz desfiló hacia el lugar del incidente alertado por el cuerpo envuelto en un chaleco amarillo que yacía en el suelo.

Cuando abrió los ojos, un círculo de caras preocupadas le rodeaba. En el centro azul que enmarcaban se veía aparecer tímidamente el sol. Los rostros murmuraban: una joven que tenía las mismas largas pestañas que la pequeña Maciel, sonrió; el hombre de la motocicleta, ya de pie y sin casco, suspiró y se echó la mano con desesperación a la frente; un anciano que olía a brandy le abrió el chaleco y puso su oreja peluda sobre el jersey de cuello vuelto.

—Está vivo –dijo con cierto retintín profesional.

Dos obreros lo ayudaron a incorporarse. Le dolía todo el costado, como si todo el mar del Estrecho le hubiese dado de golpe. Intentó mantenerse en pie, pero cedía el tobillo. «Un esguince» dictaminó el viejo borracho. El chico sonrió, musitó agradecimientos en francés, wólof y español. Le ayudaron a sentarse en el bordillo. La mujer petrificada le dio un pañuelo de papel. El capataz le acercó una botella de agua bien fría y comentó:

—Lástima que no te cubra el seguro, chico.

Alfonso Salazar

Alfonso Salazar

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