DESCUBRIMIENTO DEL URANIO

 

Éramos dos científicos de rutinas. Siempre quedábamos los jueves, en un café contiguo al laboratorio, para conversar sobre nuestros hallazgos y últimos progresos, sobre cómo iban nuestras complejas investigaciones. Pierre es un hombre reservado, al menos, eso es lo que dice la gente de nuestro alrededor. A mí nunca me lo pareció; nada más pisar el café (al que llegaba con puntualidad inglesa), empezaba a hacer un relato detallado de cada día, qué digo, de cada hora de la semana; no gesticulaba demasiado,  pero aplicaba a sus palabras tal vehemencia, que era capaz de convertir al hombre más ateo en un creyente acérrimo. Yo, como si el motivo del encuentro fuera una entrevista, sacaba siempre mi libreta y apuntaba los puntos interesantes del diálogo, perdón, de su exquisito monólogo. Asentía con la cabeza a cada cosa que él explicaba, y lo hacía con un movimiento leve, como si marcara un compás que le servía para seguir hablando. Y luego salían de mi boca esos de las mujeres-geisha, convincentes, almibarados, cálidos en extremo. ¡Ay! ¡Maldita sumisión que se dispara en su presencia! En fin…

Pero, esta vez, Pierre me llamó un martes. Dijo que era urgente, que necesitaba verme: el vellocino de oro asomaba la cabeza en su laboratorio, ya tenía el Athame para cortar la tensión en su punto más cartilaginoso, y se sentía un fénix, un camello pardal, “Bestia animo, bestio bestietta, bestio anifornum…” gritaba. 

–La necesito -ordenó su voz, dando por hecho que yo iría sin perder tiempo.

Y no se equivocaba, así lo hice.

Cuando llegué al laboratorio, al contrario que otras veces, estaba oscuro y el aire olía a almizcle. Sólo brillaban las máquinas decantadoras, las azules sustancias amnióticas de los tubos de ensayo, la débil llama de fuego del alambique. Un ambiente de misterio envolvía todo. He de decir que era muy excitante buscarlo por el cuarto y no hallarlo, sentir su voz pronunciando mi nombre una y otra vez (con una cadencia inusual en él) y no verlo por ningún condenado rincón.

–Querido Pierre, no me gustan este tipo de juegos. ¿Dónde está?

–Por eso la he llamado, casta Marie  -me respondió. Al oír la palabra “casta” sentí un escalofrío ¿A qué venía el uso de ese apelativo? ¿Por qué creía saber de mí aquellas cosas de las cuales nunca hemos hablado?

–No podrá verme por ahora, pero escuche. No salga corriendo de aquí cuando oiga lo que le voy a pedir; por favor, querida Marie… si supiera el estado gozoso en que me encuentro, ¡Ah! los hombres ordinarios no han sentido nunca este arrebato, este placer ¡es el punto más alto de la escala sensorial de Bremen! Marie, ¿Es usted virgen?

–¡Pero, doctor! ¿A qué viene esa pregunta? ¡Usted no tiene derecho a interrogarme sobre mi vida sexual! -respondí acalorada.

–Lo sé, lo sé, no se ofenda. ¿Se acuerda del Codex Unicornis? Bueno, esto tiene una similitud con tan antigua leyenda. Sólo una mujer virgen podía ver al unicornio ¿recuerda?… bueno… yo… necesito que sea virgen para que me saque de este estado…

–¡Usted  está  loco!  ¡Se  equivoca  si  cree  que soy la virgen María! -respondí.

–¡Ah! Nos conocemos desde siempre, Marie. No me dirá ahora que ha deshonrado su amor a la ciencia, que ha perdido su tiempo sagrado y precioso con un profano. No lo creería.

–Pues debería hacerlo, profesor. Además de investigadora, soy mujer.

–Aún no me ha respondido; dígame ¿es usted virgen? Lo necesito saber… más bien, te necesito a ti -aclaró.

Me quedé un rato conteniendo la respuesta que él ya sabía de antemano. Estaba en mi derecho. Además, mi condición célibe se debía, en gran medida, a su comportamiento distante, casi esquivo (en el plano físico). Cuántas veces yo había querido probar el sabor de su saliva, comprobar su PH con mis labios, saber el verdadero significado de la palabra “orgasmo”,  “meseta”, “penetración”. Y ahora me preguntaba él ¡él mismo! si yo era casta.

–Sólo por el aprecio que tengo hacia su obra, por la adoración hacia su lúcida mente, le voy a responder. Sí, soy virgen -dije abatida, como si fuera un pecado que debía ser ocultado.

–¡Bendito sea el cielo! ¡Marie, Marie, me haces tan feliz!

Un minuto de silencio meció mi corazón. Seguramente él buscaba la forma de empezar a relatarme los hechos; en cambio, yo buscaba la manera de utilizar -con elegancia- esos mismos hechos para desatar lo que tanto tiempo había guardado en mí: un deseo carnal por Pierre.

–Bueno ¿qué tengo que hacer? -dije para poner fin a la pausa.

–Aunque no me veas en el laboratorio, estoy aquí disperso. Mi cuerpo se ha fragmentado como pequeñas piezas de un puzzle. Pero mi cerebro sigue siendo unitario. Esto me ha sucedido después de la lectura de Las bodas químicas de Christian Rosenkreuz, después de que besé, emocionado, el libro. Ya sabes que además de la ciencia, entretengo mis ratos libres con el estudio de evangelios apócrifos, de raros manuscritos… Bueno, concretizando, lo que leí decía: “Si la disolución corporal se lleva a cabo, sólo la boca de una virgen puede reunir las piezas”.

Nuevo silencio.

–Es todo lo que sé, amiga mía… Debes dejarte llevar por tu intuición femenina, sentir donde están mis miembros… Supongo que deberás analizar el aire…  ya sé que mi voz inunda por completo esta sala y que no entrega pistas… Marie, si supieras cómo late mi corazón ¡nunca me he sentido tan vivo! Es vergonzoso para mí lo que te voy decir, pero debo hacerlo: he sentido mi miembro en erección permanentemente y un sudor cálido saliendo de mi piel ¡donde sea que esté! Y he escuchado tu voz, Marie. Me recitabas al oído la Tabla Periódica de los Elementos, tan lento, tan sensual, luego introducías tu lengua por el pabellón, por el meato auditivo, hasta llegar casi al tímpano, y la enclavabas de una forma perfecta, como lo haría un reptil ¡Tantas visiones me asaltan! Coges mi cabello entre tus dedos, con determinación acercas mi cabeza hasta tu pecho desnudo, yo empiezo a dibujar tus pezones con mi labio superior, muerdo suavemente con mis incisivos tus areolas perfectas. Sé que pasan las horas porque mi reloj de cronómetro avanza, pero no me importa, no me importa nada, ni las fórmulas que aguardan una incógnita en el pizarrón, ni las torres de artículos por leer… Eres la mujer más deseable, Marie, gimo por ti como un animal cuadrúpedo, aúllo como hiena. Quiero que reacciones y que grites conmigo en esta llama que sube incombustible. ¿Dónde estás? Tanto tiempo perdido. Yo sé que de tu sexo sale un líquido viscoso y transparente que sabe a sal y a leche. ¿Por qué no me dijiste eso, Marie…? Lame mi vientre, baja desde el ombligo y verás qué maravilla de tensión, qué duro está mi pene ¿Lo sientes con tu boca? Te suplico una cosa: recompón esta vida mía manca, incompleta. Sigue succionándolo como lo estás haciendo. Empieza por el glande, eso, así, ahora baja y busca mis testículos ¿Has visto lo hinchados que están? Quieren hacer salir un río de semen tibio que te regalaré… Eso, sigue moviendo este pilar de torio con ese ritmo. Perfecto. Ya siento que me voy completamente. ¿Estás complacida? ¿Te gusta su tamaño? ¡Ah! Ahora aprieta más, tus labios son elásticos y húmedos ¡ay, qué placer! Lo estás logrando ¿Me ves ahora? ¡¿No ves como ya soy un hombre, Marie?! Sí, sí, sí, sí, sí, ayyyyyy, Marie, me corro, Marie, Maaaaariiiiiiiiiiiiieeeeeeeeeeee…

 

            Tras el descubrimiento, concluyo:

  1. a) Después del apareamiento y del contacto sexual, puede manifestarse un silencio perfecto, muy reconfortante.
  2. b) Mi boca es un instrumento capaz de succionar la luz.
  3. c) El cuerpo de Pierre funciona a la perfección.
  4. d) Pierre sólo estuvo fraccionado «metafóricamente».

 

Marina Tapia

 

 

Marina Tapia

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