BAJO LA TENUE LUZ DE NUEVA YORK
Las avenidas de la ciudad eran más anchurosas cuando solo surcaban en el deseo. Durante años formaron parte de la vaguedad de su imaginación, esa que configura una idea deforme del lugar que solo se ve en imágenes o en la descripción entusiasta de un amigo.
El viaje, tan esperado, por fin se hizo realidad. La confusión fue su compañera durante los primeros días.
Camina lento por la Séptima Avenida, con la vista perdida hacia todas partes. No quiere perder detalle. Times Square es su destino. Recuerda cuando le dijeron que en este lugar la luz nunca se apaga.
Habituarse a lo nuevo siempre es complicado, sobre todo para quien no es tan joven. La validación del billete de metro, la confusión en la cola para pedir una ración de pizza, la extrañeza de los semáforos y sus muñecos, tan distintos a los de la cotidianidad que acostumbra. Son solo pequeñas acciones de supervivencia urbana, pero se han aliado con un despiste no consentido. Se siente tan extraño. Se consuela: los años hacen al ser humano más torpe, ralentizan su adaptación al medio y a los entornos nuevos, a las maneras distintas de hacer. En un mundo tan cambiante, cumplir años es un lastre.
En Nueva York el mobiliario de las calles es tan diferente al de su ciudad. Esos indicadores de las avenidas y las calles, su disposición paralela o perpendicular al sentido de la vía. Duda si está en la calle indicada o si la que cruza se llama de otro modo, o si es dirección este u oeste. Y luego los nombres concentrados en números. Es un sistema muy intuitivo, solo tienes que fijarte en la orientación de la placa para saber la dirección que señala, le habían dicho antes de partir. Pero le resulta complicado hacerse con ello. No es cuestión de significado, sino del lío con tantas placas juntas, agolpadas en una farola o en un semáforo como si estuvieran coronando un poste clavado en un cruce de múltiples caminos. Se vino convencido de que aún se confundiría.
El día había sido soleado, aunque frío, y la luz de las calles se empañaba en las zonas donde los altos edificios casi tapaban el cielo. Para el creyente y el no creyente el cielo es siempre un referente. Mirarlo, observar los cientos de fenómenos que se cocinan en él, forma parte de la obsesión de la humanidad desde que es humanidad. Descifrar el lenguaje de las nubes, de los colores, del movimiento de los astros, de las estrellas. Una necesidad.
En Nueva York el cielo es un convencionalismo diseñado según interese, un reflejo de la vida que se inventa en esta ciudad. Pero el cielo siempre vence, no hay obra humana capaz de ocultarlo, ni siquiera con rascacielos tan altos y potentes.
Pudo ser ayer cuando paseaba por Central Park y se dirigía al Museo de Historia Natural. La iluminación de la ciudad le resultó más deficiente que la de las otras noches. Entró de día al museo y, a la salida, la noche ya cubría con un manto oscuro sus pasos vacilantes. El contraste de luz fue tan brutal. Los días anteriores, el sol no había brillado tan fulgente como ese día, quizás por eso percibió tanto contraste. Fue la primera vez que tuvo conciencia de que era una ciudad poco iluminada. Pensó en las autoridades: deben eludir la obligación de iluminar esta inmensa urbe, lo dejarán en manos de la iniciativa privada, como tantas cosas. Esas grandes cristaleras que esconden oficinas en plantas enteras de los altos rascacielos, esos establecimientos donde no cesa la actividad comercial, esos escaparates que reclaman la atención de los viandantes. Estos sí que no escatiman en iluminación. El neón privado que es un derroche.
O puede ser ahora, cuando sale de Times Square por Broadway, impactado por la irreverente fuerza del reclamo publicitario, hacia la estación 33rd St. La lluvia y una soledad de domingo por la noche le van acompañando. La cabeza ahuecada bajo el paraguas y una luz tenue agazapada. Los escasos destellos luminosos reflejándose sobre el cristal acuoso del suelo le evitan que tropiece con el carrito del mendigo resguardado en el exiguo zaguán de un portal. Y mientras, las farolas públicas sin esforzarse por iluminar una vida errante. Se le acentúa el sentimiento de la extranjería. La oscuridad le traiciona. En los años sesenta, las farolas de las ciudades españolas lucían así: pobres y con luces débiles. En los ochenta, como si quisieran decir que se había salido del oscurantismo de la dictadura, la iluminación daba a las calles la apariencia del salón de una casa.
Nueva York es una ciudad oscura. Distinta a la que la prodigalidad de puntos de luz que marcan la silueta de los rascacielos, en el fondo ceniza de la noche, se contempla en el skyline de Manhattan desde la vecina New Jersey o desde el paseo Promenade de Brooklyn. Quizás se trate del efecto propuesto por esta ciudad para ilusionar al que no está acostumbrado a vivir en ella. Imposible imaginar desde esos miradores la debilidad de luz de sus farolas.
Como tampoco le resultó fácil imaginar la luz interior cuando la visión nocturna desde el cielo embaucó sus sentidos. Era de noche, el avión atravesaba la ciudad con dirección al aeropuerto de Newark. Se había retrasado tanto el vuelo, a consecuencia de la tormenta de nieve, que el Boeing 767 tuvo que surcar las aguas del Atlántico en la oscuridad, hasta que desde la ventanilla emergió un mar de luz proyectado con intensidad hacia el firmamento.
Nueva York, la ciudad que a veces vive tan a oscuras.
A tiro de vista, la entrada a la estación 33rd St. Pronto el PATH lo llevará hasta Hoboken.
Antonio Lara Ramos
