UNA MARILYN PARA EL CORONEL.

 

Siempre quise ser como Marilyn Monroe. Bueno, no. Miento. Lo que yo siempre he querido es ser Marilyn Monroe, aunque fuera sólo por un día. Poder contonearme como ella, sinuosa, coqueta, con esa inocencia picarona, sonriendo como si nunca hubiera conocido el lado feo de la vida. Llegué a comprarme una llamativa peluca rubia que imitaba a la perfección su peinado y, con ella puesta, me pasaba infinitas horas imitando ante el espejo su caída de pestañas, con los ojos entreabiertos, dejando a la vista sólo la mitad del iris que, para mi desgracia, no es azul, como el de ella. Arqueaba las cejas, elevaba ligeramente el mentón y ensayaba una y mil veces esa mirada suya, a caballo entre la seducción y la somnolencia. Por supuesto, también me pintaba con ahínco los labios de rojo pasión y su gracioso lunar en la mejilla, ¡ay, aquel lunar! Nunca en mi vida he visto un lunar con tanta gracia como el de ella: pequeño, perfectamente redondo, como una gota negra que cae en la mejilla por azar y ahí se queda para siempre.

Pero, por más que la imite, jamás, ni de lejos, podré parecerme a Marilyn, ni siquiera ligeramente. Los motivos son dos: el primero, que mi cuerpo no tiene curvas, parezco enteramente un palo; y el segundo, que soy un hombre.

Soy el más pequeño de cinco hermanos, todos varones. Vine de rebote, tardíamente, y estoy convencido de que yo iba a nacer mujer, pero, a última hora, a alguien se le ocurrió convertirme en Fernando. Por eso vivo con la perenne sensación de que se me debe algo, aunque sea una explicación, que, hoy en día, nadie ha podido o ha sabido darme. Eternamente he sentido que no encajaba en ningún sitio, que yo no era yo, siempre sufriendo al ser tan…distinto, tan diferente a mis hermanos y, sobre todo, a mi padre, un coronel retirado al que siempre le ha gustado creer que todo está bajo su control.

Conforme pasaron los años, mis hermanos fueron cumpliendo con las expectativas de mi padre. Todos se marcharon del pueblo e iniciaron carreras que le llenaron de orgullo: uno se hizo ingeniero, otro arquitecto, otro médico y otro siguió sus pasos haciéndose militar. Todos se casaron con mujeres preciosas, todos tuvieron hijos.

Yo, sin embargo, continué en el pueblo, en la casa familiar, sin saber qué hacer con mi vida, buscándome sin encontrarme, quizás porque en el fondo no quería aceptarme a mí mismo con todas sus verdades y sus consecuencias. Continuamente me topaba de frente con la falta de comprensión de mi padre, y sólo hallé consuelo en mi madre, mi tierna y preciosa madre, la única que comprendía mi pasión por Marilyn y mis secretas inclinaciones. Llevaba el pelo rubio platino como mi querida actriz y, cuando mi padre no estaba en casa, yo me colaba en su dormitorio y me pasaba horas llenándole la cabeza de tubos para luego quitárselos y cepillar aquellos dorados bucles. Ella me dejaba hacer, a sabiendas que aquellos ratos probablemente iban a ser, como efectivamente fueron, los más felices de mi infancia.

Cuando mamá murió, el carácter de mi padre se agrió todavía más y yo, harto de librar contra él una silenciosa batalla que ya tenía perdida de antemano, decidí largarme del pueblo. Tenía entonces dieciocho años recién cumplidos. Aprendí un oficio que a mi padre escandalizó y, con un dinerillo que mi madre me había dejado de herencia más unos ahorros que había conseguido reunir a base de peinar a muchas mujeres del pueblo sin que mi padre lo supiera, monté mi propia peluquería: “Monroe’s”, en honor a ella, a mi ídolo.

Poco a poco todo fue encarrilándose en mi vida. Dejé de sentir vergüenza por mí mismo, dejé de machacarme a base de preguntas sin respuesta, de sentirme culpable, y empecé a vivir, cosa que me di cuenta de que sólo había hecho a través de las películas de mi muy admirada Marilyn. Pero, unos años después, de repente, llegó aquella noticia: mi padre había enfermado gravemente y necesitaba que lo cuidaran.

Mis hermanos tenían sus vidas, sus trabajos, sus mujeres, sus hijos, y no podían hacerse cargo de él. Se barajó la posibilidad de ingresarlo en un asilo o de contratar a alguien que lo cuidara, pero yo pensaba en mi querida madre, y sabía que cualquiera de esas dos decisiones le habrían partido el alma. Por eso, tras darle muchas vueltas, decidí tragarme el orgullo y el terror que le tenía a mi padre, dejé la peluquería a cargo de una persona de confianza y me volví al pueblo, a cuidarle.

Fueron días terribles, muy largos y dolorosos, pues la enfermedad había agudizado su aspereza y desagrado. Muchas veces me vi tentado a abandonarle. Pero pensar que estar a su lado, cuidándolo, haría feliz a mi madre, que Dios la tuviera en su gloria, me daba fuerzas.

Busqué inspiración en Marilyn: tras aquella imagen sofisticada y caprichosa había una mujer que en el fondo sólo quiso que la quisieran y la cuidaran. A lo mejor detrás de aquel ogro gritón que era mi padre se escondía alguien que sufría. Pero, o estaba muy bien escondido, o su sufrimiento era proporcional a su capacidad para desagradar y hacer la vida imposible a quien tuviera cerca. ¡Qué difícil se me hacía! Tanto que, poco a poco, mi vida se fue convirtiendo en un sacrificio propio de mártires. Me consolaba la idea de que, cuando llegase mi hora, mi Cristo de las Tres Caídas y mi Virgen del Carmen, de los que soy muy devoto, me abrirían las puertas del cielo de par en par, dejándome entrar entre vítores y lluvia de pétalos y, por supuesto, antes que a mi padre. Porque sí, yo siempre he sido muy de mis santos. Eso lo he heredado de mi madre, que era una santa también. Ahora, eso sí, nunca he sido de misas, al menos desde aquel día en que, siendo yo ya adolescente, el cura dijo que Dios había creado al hombre y a la mujer, y que todo lo demás que no fuera ni uno ni la otra, era un malentendido. ¡Un malentendido! Se me llenaron los ojos de lágrimas, y sólo aguanté hasta el final de la misa porque mi madre no dejaba de acariciarme la mano que yo mantenía asida a su brazo. Desde entonces, los domingos me ponía extrañamente enfermo, y mi padre, gruñendo, me dejaba quedarme en casa gracias a la intercesión de mi madre que, como siempre, sabía lo que me pasaba, aunque nunca habláramos de ello. Con ella no hacía falta.

Recordando todo esto, actualmente he llegado a pensar que todo lo que estaba viviendo con mi padre enfermo era un castigo por cada uno de los domingos en que me permití ser rebelde y me quedaba en casa. Sin embargo, un día me di cuenta de que por allí arriba, por el cielo, no se me guardaba ningún rencor, pues el cielo mismo vino a visitarme en forma de festival de cine: el primer Festival de Cine del pueblo.

Resultó que se había descubierto que, en nuestra localidad, hacía ya un buen puñado de años, nació Isacio Galarza, un señor de abundante pelo negro y bigotito a lo Clark Gable, que había sido galán de cine de cuando las películas eran en blanco y negro. Hizo sólo dos películas, ambas con un éxito tremendo que, por lo que se comenta, llegó a llamar la atención de los grandes productores de entonces. Pero su prometedora carrera se vio truncada por un accidente de avión en el que perdió la vida. Las lenguas más veteranas y cinéfilas del pueblo aseguraban que aquello no fue un accidente, sino la venganza de un mafioso cornudo, cuya mujer había caído en los

seductores brazos del bello Isacio. Nunca se aclaró lo que realmente sucedió, y la historia de Isacio Galarza permaneció envuelta en un misterio propio de las películas que él podría haber protagonizado si aquel avión hubiera corrido otra suerte. De lo que todo el mundo estaba seguro era de que, si la suerte de Isacio Galarza hubiese sido otra, habría logrado ser una gran estrella de la talla de Fernando Rey, y que habría conquistado Hollywood antes que la propia Sarita Montiel. Así que, para conmemorar a tan curioso artista, el alcalde decidió dedicar el primer fin de semana de abril de cada año al séptimo arte.

El festival, aunque humilde, pintaba bien: proyección de películas de distintas épocas y distintos géneros, una por día que duraba el festival; una exposición con fotos de Isacio Galarza; un concierto de música de películas a cargo de la banda del pueblo; e, incluso, se estaban haciendo gestiones para que alguna estrella del cine patrio viniera a dar una conferencia. Se estaba barajando el nombre de Pedro Almodóvar, pues el alcalde decía que, siendo un hombre de pueblo, seguro que vendría encantado al nuestro para apoyar el festival. Pero los concejales no lo veían muy claro y, más con los pies en la tierra, se conformaban con la idea de que alguien perteneciente al mundo del cine mandara una nota, un telegrama mismo, dedicando unas palabras al festival.

A mí lo que más ilusión me hacía era el desfile de “disfraces cinematográficos” que se iba a realizar el sábado por la noche. Yo ya me veía vestido como Marilyn, contoneándome por la calle principal del pueblo, del brazo, si tenía suerte, de alguien que hubiese tenido el buen gusto de vestirse de Rock Hudson, mi otro gran ídolo. Pero mi padre se encargó de que las ganas se me cayeran al suelo y se me rompieran en cachitos. Decía que aquel festival de cine no eran más que <<tonterías propias de un vago como el alcalde que no era capaz de idear nada mejor que hacer por y para el pueblo>>.

Intentando evitar que el disgusto que pudiera darle si me vestía como mi estrella favorita agravara su estado de salud, me conformé con aceptar participar en el festival como peluquero, cosa que hice a escondidas de mi padre, por supuesto, como cuando peinaba los moños de las viejas del pueblo a cambio de un dinerillo, siendo yo apenas un niño. Mi labor consistía en peinar a los que iban a participar en el desfile de disfraces. ¡Cómo disfruté! Tuve la oportunidad de peinar un moño como el de Audrey Hepburn en “Desayuno con diamantes”, y los dos rodetes, tipo ensaimadas, que llevaba la chica que iba a desfilar emulando a la Princesa Leia. También pude esculpir un tupé a lo John Travolta en “Grease”, trenzar con cintas doradas toda una media melena a lo Elizabeth Taylor en “Cleopatra”, cardar el pelo como Johnny Depp en “Eduardo Manostijeras”, cortar y teñir el pelo a lo Uma Thurman en “Pulp Fiction” …infinidad de peinados estelares que pude levantar con mis manos. Pero nadie quiso peinarse como ella, como la Monroe.

  • Es que ese disfraz lo hemos dejado para ti- me dijo don Gerardo, el alcalde, a quien yo le había confeccionado una peluca blanca como la de John Malkovich en “Las amistades peligrosas”.

Y me sacaron el vestido blanco de la película “La tentación vive arriba”. ¡Casi me dio un soponcio! Imaginé la cara de mi padre, y pensé que, si no se moría del susto al verme, me mataría con la escopeta que usaba para cazar liebres. Pero también pensé en mi vida, en cómo renuncié a ella para quedarme al lado de mi viejo, un señor que nunca me había mostrado el más mínimo aprecio. Así que cogí el traje, los zapatos, la peluca rubia, me pinté el lunar, y cuando me miré al espejo me quedé de piedra de la emoción.

  • ¡Cómo te pareces a tu madre con ese pelo tan rubio! – me dijo, emocionada, doña Desideria, la directora del colegio donde yo había estudiado de pequeño.

Aquel día fue maravilloso. Pareció que el espíritu de Marilyn se había apoderado de mí. Subido en unos altos tacones que, por cierto, no me dolieron para nada en toda la noche, no me cansé de lanzar besos empujados por coquetos soplidos, saludando a todo un público que gritaba mi nombre, bueno, no mi nombre, sino el de Marilyn. Me hice fotos, firmé autógrafos, y hasta pusieron ventiladores para que yo pudiera posar agarrándome pícaramente la falda, con una expresión de carcajada muda. Rematé la noche cantando “Happy Birthday” a Urbano, el carnicero, que cumplía años ese día.

Terminado el desfile y la fiesta, regresé a casa, aún disfrazado, pues esperaba que mi padre estuviera dormido ya, siendo la hora que era. Pero, al abrir la puerta de casa, el corazón se me puso del revés. Mi padre me estaba esperando en el vestíbulo, de pie, y me miraba con unos ojos inyectados de una rabia que quemaba. Torpemente debido a la cadera, que la tenía fatal, se acercó a mí y me apuntó con la muleta a la cara. Pensé que me iba a golpear hasta dejarme como a un Cristo. Se me pasó por la cabeza salir corriendo, pero no lo hice por miedo a decepcionarlo aún más. Guardaría para siempre aquella imagen de su hijo, “el mariquita”, “el malentendido” (como me llamó el cura), huyendo y, encima, vestido de Marilyn Monroe. Así que opté por mantenerme firme, sin desviarle la mirada. No sé de dónde saqué el valor.

Súbitamente, mi padre se paró, con la muleta suspendida en el aire, apuntando a mi cara. Pestañeó, y la bajó.

  • Te he guardado tortilla de patatas, por si quieres – dijo, con voz baja.
  • Gra…gra…gracias, papá. Ahora mismo me la como – contesté, perplejo.

Bajó la cabeza y, mientras se daba la vuelta para marcharse, dijo, en voz baja:

  • Gracias a ti por prepararme la cena cada noche. Y ahora me voy a la cama, que estoy muy cansado.
  • ¿Te has tomado las pastillas?
  • ¡Qué hartura! ¡Que no soy un niño, que sé cuándo tengo que tomarme las pastillas! – gruñó, para no perder la costumbre. Luego carraspeó y, tratando de ser suave, cosa que yo siempre he creído que no sabía ser, dijo: – Vestido así, con ese pelo rubio, me recuerdas a tu madre preguntándome cada dos por tres si me he tomado las pastillas, si he cenado, si he descansado, si me duele algo…

Se volvió para mirarme de nuevo. Lo hizo, de arriba abajo, y pude ver en sus ojos un brillo de lágrimas. Tan sólo fueron unos segundos, porque rápidamente se giró y se metió en su dormitorio dando un portazo. Supongo que ya había dejado entrever demasiada ternura paternal esa noche.

Yo me quedé allí, de pie, vestido de la Monroe, con los ojos llenos de lágrimas y las piernas temblando. Es curioso el poder que pueden tener determinadas palabras, porque a mí me bastaron aquellas para que mi padre compensara todos los desprecios que había recibido de él todos aquellos años atrás.

Me mantuve junto a mi padre hasta que murió, justo un año y medio después de aquella noche en que me vio vestido como Marilyn y de la que, por cierto, nunca hablamos. Un día se puso muy grave y el médico ordenó su ingreso en el hospital comarcal. El doctor me explicó que le quedaban días, así que, si tenía que avisar a alguien, lo hiciera ya. Llamé a mis hermanos, los cuales acudieron muy pronto para despedirse. Y fue estando todos allí, alrededor suyo, en la habitación del hospital, cuando mi padre abrió los ojos y murmuró:

  • Celia, Celia…
  • Está llamando a mamá – dijo Alejandro, mi hermano mayor.

Mi padre abrió los ojos y paseó su mirada por todos nosotros. De repente se paró en mí, y, extendiendo la mano, dijo:

  • Celia, Celia…estás aquí.

Yo me senté a su lado en la cama, tomé su mano y la estrujé contra mi pecho, con un nudo en la garganta.

  • Soy Fernando, papá- le dije, con el corazón encogido.
  • ¡Cómo te pareces a tu madre, con ese pelo rubio, esos labios pintados, ese vestido blanco…! – dijo mi padre, sonriendo y buscando con su mano mi rostro para acariciarlo.

Mi padre murió con su mano sobre mi mejilla y aquella sonrisa en la cara. Y también con el recuerdo de su hijo Fernando vestido de Marilyn Monroe. Aquello me hizo explotar en lágrimas. Dicen que cuando uno llora por algo, en realidad llora por todo. Las lágrimas oportunas abren la puerta a las inoportunas, esas que ya acumulan solera, haciendo posible desalojar penas y sanar las heridas que éstas dejan. Y yo lloré, lloré por todo lo que llevaba dentro desde que fui consciente de que era diferente. Lloré por mi madre, a la que perdí cuando aún me hacía tanta falta. Y lloré también por mi padre, a quien tantas veces temí y odié a partes iguales y que, finalmente, en su despedida, había sabido verme y quererme como quien soy realmente.

En su entierro, sobre su tumba, puse tres coronas de flores: una de parte de mamá, otra de parte mía y otra de parte de Marilyn Monroe. Y cada año, en el aniversario de su muerte, a mi padre no le falta un ramo de rosas blancas, bien grande, bien perfumado, con un sobre entre sus flores, en el que reza: “Para ti, papá”, y en cuyo interior siempre pongo lo mismo: una foto de Marilyn Monroe, y una dedicatoria, cortita, sencilla, pero que encierra todo lo que quiero decirle hasta el día en que me muera: “Gracias, papá”.

 

Almudena Colorado

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